¿Se perderá el libro por la era virtual?

Este post es anti internet, lo confieso.
Es largo y contrario al perfil del lector superficial que navega de portal en portal. Si no tiene tiempo ni intente con el "Seguir Leyendo".
Pero los que puedan leerla, dénse el placer de conocer estas reflexiones de Basilio Belliard en Fundación Corripio .

Allí habló sobre la situación del libro físico y el placer de leer en blanco y negro, respecto de la "amenaza" de desaparicipon que le supone la Era Digital.
La prensa escrita reseñó la actividad, pero era imposible llevarla integramente a sus audiencias. Basilio, Director de Gestión del Libro de la Secretaría de Estado de Cultura, realizó un análisis que vale la pena tomarse el tiempo para leerlo.
Sus criterios nos parecen muy válidos y por ello, para quienes quierean leerla completa, aquí se la ofrecemos. Le agradecemos a Basilio el habernos suministrado este texto, valioso y oportuno.

El libro no morirá nunca.
Ilustración tomada de separanda.blogspot.com, del profesor Diego Rojas Asjmad.

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El libro en la Era Global.-

1. El fin de la lectura en alta voz.

Basilio Belliard

Los experimentos con cáscara de árboles y cáñamo del eunuco chino Tsai Lun, hacia el año 105 A.C, dio lugar al nacimiento del papel, que fue vital para que en 1454 Gutenberg inventara la imprenta. Los millones de hijos, los libros, fueron producto de este matrimonio simbólico entre un chino antiguo y un alemán medieval. El papel es pues el origen de la lectura en alta voz de la antigüedad tardía al corazón del medioevo. La primera leyenda de este hecho nos remite al espectáculo de San Agustín, quien se espantó cuando descubrió a San Ambrosio “leyendo con la boca cerrada”. Este evento es crucial en la historia de la lectura porque es el inicio del fin de la lectura en alta voz. “Pero cuando estaba leyendo –dice San Agustín-, sus ojos se deslizaban sobre las páginas y su corazón buscaba el sentido, mas su voz y su lengua estaban quedas”. Como se ve, hasta San Ambrosio la lectura era social, es decir, para otro -o para los demás-, y por eso se hacía en voz alta. De ahí la sorpresa de San Agustín por este hecho sin precedentes de ver por primera vez a San Ambrosio leer en voz baja y para sí mismo. Sólo ese instante de lectura marcó el fin de la sociabilidad del acto de la lectura, pues leer siempre fue un gesto colectivo y gregario, en una comunicación de la voz al oído. Hoy en día el lector es un ser solitario -más aún: silenciado, mudo. Esa mudez del lector moderno, que ha perdido su voz, es la responsable de que además haya perdido su memoria. Salta a la vista que la lectura en alta voz permite hacer del cuerpo una caja de resonancia -y hacer que las palabras se queden como huellas en la mente, cifradas en el imperio de la memoria.

La historia de la mudez del lector nace entonces con San Ambrosio, en un proceso de distanciamiento no del autor con el lector, sino de éste con el público, con lo cual desaparece el lector como intérprete. Se perdió así lo que se llamó “la voz de la lectura”, y se creó la condición del lector como traductor de lo leído o intermediario entre la voz del autor y la necesidad de comunicación del lector. Con la recepción inmediata se producía un acto de crítica, pareja al acto simultáneo de la lectura y la real crítica textual; se generó una voz crítica que se diseminaba en el tejido de la lectura. Con la muerte de esa voz de la lectura se extinguió una forma primigenia de la crítica oral, con lo cual el texto dejó de ser un espacio de resonancia fonética.

El crítico posmoderno intenta recuperar la voz perdida del lector para darle voz a lo escamoteado y despertarlo de su mudez. Por eso escribe. Con su discurso trata de ir más allá del lector que lee sotto voce, y lo hace con una escritura en voz alta. De ahí que el ejercicio de la crítica hoy deviene en esa lectura en alta voz, perdida en la noche de los tiempos. Ese discurso en voz alta es una expresión de la necesidad testimonial, de testificar el poder de la palabra erguida: de su travesía del código escrito al código oral. De ese modo, la lectura pone en crisis la experiencia textual. Y todo acto de lectura es, en efecto, una puesta en abismo de la experiencia de la escritura y de la creación misma -y esa experiencia depara en testimonio.

La lectura no sólo es recepción; es actuación y generación: producción y retroalimentación. La experiencia estética de la lectura crítica re-escribe el texto: lo re-actualiza. La forma de lectura crítica conduce a un acto de clonación del texto, poniendo en crisis la experiencia escrita. Llegada la hora de la lectura nace la necesidad vital para alimentar la memoria de crearle el espacio a la voz de la lectura en voz alta, perdida y olvidada entre la galaxia Gutenberg y el sueño de Tsai Lun.

2. Lectura y experiencia

El acto de la lectura encierra una experiencia similar a la del sueño, en la que participamos a un tiempo de la visión y la revelación. Cuando leemos, igual que cuando soñamos, vemos. Leer es viajar y esa experiencia del viaje enciende nuestra imaginación e ilumina nuestra sensibilidad. A esa experiencia que comporta el contacto con el texto, Roland Barthes le llama “el placer del texto”, la cual produce en el lector una sensación de goce: son los textos de goce que encierran una coquetería, una atmósfera lúdica, un murmullo interior. Cuando leemos en voz alta aprendemos dos veces. De ahí que los antiguos leyeran en alta voz para oírse leer. Los latinos decían que “quien escribe lee dos veces”. Así pues, quien se oye leer, en alta voz, aprende dos veces. Ese método, penosamente en desuso, enciende la memoria y fija lo recordado en el pensamiento. A esa aspiración debemos abocarnos; a tender un puente entre la oralidad y la escritura, la memoria verbal y la acústica.

Todos sabemos que la experiencia de leer nos remonta al pasado, a un espacio encantado que nos remite a la infancia, a ciertas sensaciones que nos producen nostalgias y desarraigo. Ese instante de la lectura es irrepetible. Nunca se repite la misma atmósfera exterior que decora la experiencia que está fuera del libro. De ahí que cuando volvemos sobre el mismo libro ya no somos los mismos, sino un sujeto influido por un instante presente diferente. Por eso el lector medieval que leyó La Odisea no es el mismo de la contemporaneidad. Víctor Hugo dijo que “viajar es vivir y morir a cada instante”. Por extensión, es válido decir, que “leer es vivir y morir a cada instante”. Porque quien lee vive la experiencia del autor y muere al concluir la aventura libresca. Cae en el vacío de la empresa conquistada en la lectura y el libro consumido en el proceso lectorial, como un Saturno que devora el libro leído, pero del que se nutre su energía espiritual, ese alimento que necesita para vivir la peripecia ajena, como si fuera propia.

Cuando leemos, vemos con los ojos del espíritu y, al ver, despertamos del sueño de la lectura. Dice Voltaire en su Diccionario filosófico, que en el sueño vemos, aun cuando todos sabemos que en el sueño tenemos los ojos cerrados. Y dice además que en el sueño nunca hay oscuridad sino luz. De ahí que el sueño sea la metáfora de la muerte –esa muerte de cada noche. Cuando Goethe moría exclamó: “!Más luz! Quería más vida. Cuando leemos queremos más luz y también, que la lectura nos acompañe en el sueño de la vida o que esta se transfigure en el eterno sueño de la experiencia. Don Quijote –quien creía que leer libros de caballería enloquecía—murió paradójicamente con los ojos abiertos, después de haber vivido la vida como un sueño fantástico y lleno de idealismo: recobra la razón tras batallar con la realidad del mundo. De ahí que leer libros –aun cuando sean novelas caballerescas—nos revela un mundo, nos esclarece la vida cotidiana y nos hace olvidar la atroz memoria del pasado, aquella que nos atormenta el presente. Así, la lectura actúa como cura, “catarsis” aristotélica que nos purga de las bajas pasiones del alma y de las emociones negativas. Leer nos libera en soledad, nos hace más humanos, “demasiado humanos”, como para destruir lo creado.

Cada día se lee más que antes, pero no mejor, pues en la antigüedad clásica y medieval, el dios era la eternidad y la fantasía, y en la modernidad -reino de la máquina, la velocidad y a fugacidad del presente-, el dios es el tiempo y el dinero. Borges imaginó el paraíso como una biblioteca, pero las generaciones de los hombres de hoy imaginan el paraíso como una inmensa máquina sin futuro, insensible al saber y al conocimiento, que se anida en los libros inmortales.

La fugacidad de la vida posmoderna ha impuesto un ritmo de lectura, unos registros verbales y temáticos representados en la ligereza y la levedad de la literatura light, de la lectura pasajera, aquella que no deja huella en la conciencia del lector y que sólo sirve como pasatiempo; explora sólo en su faceta lúdica y no en la del conocimiento. Salta a la vista que en todo proceso de lectura reside, a un tiempo, un aprendizaje y una experiencia estética. Leemos por placer y para adquirir cultura. Al leer, somos y estamos en el mundo; así, la lectura se convierte en una experiencia emparentada al sueño diurno, única experiencia de la vida despierta en que nos distanciamos de la materialidad del mundo para volver al juego arcaico y primigenio de los orígenes.


3. El libro social en la era global. Tradición y desafíos.


Los libros nacieron para quedarse en la memoria de los lectores: sirven para fijar la eternidad de las palabras. Como depositarios del saber y la cultura escrita, los libros nos permiten ver y viajar. De ahí que leer sea viajar, un acto de viaje inmóvil, en una aventura de la imaginación y la fantasía, elementos que nos permiten recrear y reactualizar lo vivido. Esa experiencia social de la lectura apunta hacia una transformación que va del acto de leer, -que enriquece la conciencia individual-, a un acto íntimo, a una acción pública, de una experiencia de soledad a una experiencia de comunión.

En su vida iletrada, el hombre componía, sin saberlo, libros hechos de palabras habladas y de voces que se desplegaban en las plazas públicas, los templos sagrados y las academias. Desde luego, no existía el concepto de autor como lo conocemos hoy en día y por tanto, la propiedad intelectual. La escritura era así, un acto colectivo. La Ilíada y la Odisea fueron productos colectivos y de tradición oral que ponen en entredicho la noción de originalidad de Homero, el primer poeta occidental. En el libro está la voz del autor, que se vuelve testimonio de la cultura escrita de una época.

La lectura en la antigüedad era en voz alta, los lectores leían para ser oídos. La lectura era pues una ceremonia ritual que establecía una comunión con el otro. De modo que la lectura silenciosa es una práctica tardía en la historia de la cultura. Con el advenimiento de la Era de Gutenberg y la imprenta, la dialéctica entre el autor y el libro se hizo privada y las ediciones, se hicieron masivas, con lo que el autor dejó de conocer a todos sus lectores. El libro se convirtió para los hombres en la galaxia Gutenberg, en un objeto de deseo de la vida privada, en un talismán que lo acompaña en su intimidad, en un confidente que conoce sus momentos de tristeza y alegría, melancolía y euforia. Decía Borges, irónicamente, en ese sentido, que cuando las ediciones eran de 200 libros, el autor podía conocer a todos sus lectores, lo cual era mejor y una dicha. Pero con las ediciones masivas fue imposible saber o conocer cada uno de los lectores de un libro. Con la multiplicación de los libros se multiplicaron también los lectores, y el acto de la lectura se hizo social. Contrario al pintor, en quien cada cuadro que pinta es irrepetible y único, con el escritor ocurre algo más feliz, y es que cada libro es el mismo, pero es una copia del original, con lo cual nunca pierde o nunca tiene que escribir cada libro.

Los libros constituyen un desafío a la memoria; son artefactos que sólo pudieron aparecer después de la invención de la escritura porque por sí solos no pueden pensar por nosotros. De ahí que la escritura nos permite ejercitar la memoria, que también fue (y es) esencial para escribir los libros. Los libros entonces son vitales para entrenar y mejorara la memoria voluntaria.

Fue Jean Paul Sartre, quien dividió la vida en leer y escribir, en su autobiografía novelada Las palabras. Y además, es él quien refiere que una obra literaria existe y adquiere sentido cuando es leída, no antes. Un libro no existe cuando está cerrado. Existe cuando un hipotético lector lo abre y lo lee. De ese modo también le da vida al autor, que habla desde sus páginas.

El libro se convierte en un receptáculo social cuando pasa del autor al lector, y de éste, a las estanterías de las librerías y las bibliotecas, como espacios mediadores de transmisión cultural.

La lectura virtual ha transformado completamente la vida social hoy en día. Nos ha confinado más a la forma solitaria de leer, pues ha creado una sociedad de lectores virtuales que navegan en un ciberespacio poblado de fantasmas, que leen a una velocidad vertiginosa, pero con menos tiempo para razonar y repensar lo leído. El conocimiento se ha socializado y fundado una comunidad de lectores virtuales que ponen en crisis a los lectores tradicionales. Los lectores virtuales leen a más velocidad los signos visuales que los tradicionales, pero éstos leen mejor y con más efectividad los signos verbales. La comunicación de la información es infinitamente más rápida en tiempo real que en el pasado, postulando nuevas formas de lectura y, desde luego, nuevas estrategias de lectura. El tiempo de lectura transcurre a una velocidad pasmosa mayor que nuestra imaginación y que nuestra capacidad de pensar. Nuestra imaginación por tanto navega a un ritmo vertiginoso que nos hará envejecer espiritual y mentalmente más que en el pasado.

El libro por tanto tiene el gran reto de su destino. El futuro del libro habrá de definirse en los años próximos. Sin embargo, la noción de libro no desaparecerá, ya sea en forma de tablilla cuneiforme, a manos, en los caracteres de Gutenberg, en folletines, en papiros, en archivos de Internet, en diskettes, en CD rom, en chips, etc. “El libro ha sido siempre no sólo una celebración del conocimiento sino ante todo, una celebración de la vida”, ha dicho Tomás Eloy Martínez.

Defender la vitalidad del libro impreso es defender una tradición escrita, un legado cultural. Los valores del libro son imperecederos. Defenderlos es defender la libertad, la cultura escrita, el conocimiento, la memoria de los hombres, la imaginación, la creatividad y la fantasía.

En su interesante libro Homo videns, Giovanni Sartori analiza el fenómeno de la cultura visual o de la imagen, la cual está poniendo en crisis la cultura verbal, es decir, que el homo videns está transformando al homo sapiens. Cultura visual y cultura escrita se enfrentan en un duelo a muerte, en el que predomina la “primacía de la imagen” y de lo visible sobre lo inteligible. La realidad virtual, producto del reino de la imagen, está creando un mundo de simulaciones donde el espacio de lo real se ha vuelto ilusorio. El conflicto cultural e histórico entre lo oral y lo escrito pasa a ocuparlo lo visual y lo verbal, el libro tradicional y el libro digital. O, dicho en otras palabras: entre la cultura de la palabra y la cultura de la imagen, entre la cultura escrita y la cultura audiovisual.

De igual modo, se plantea que si una persona es cultura por lo que sabe, por su sabiduría, porque ha leído, entonces una persona, con una vasta cultura visual, sería inculta porque no ha leído mucho, sino que ha visto mucho. La cultura leída es siempre vista como una práctica de una minoría y la cultura visual, de una mayoría. De ser así, estaríamos ante una democratización de la cultura visual cuando lo que se busca es lograr una democratización del libro, a fin de conjurar el flagelo del analfabetismo, el oscurantismo y la ignorancia, para que el libro se convierta en un depositario no sólo de la cultura escrita, sino como un ente de transformación, liberación y autonomía.

La cultura televisiva es, a la vez, beneficiosa y perjudicial. El escritor Juan Carlos Onetti, dijo una vez que “la televisión se tragó a los libros”. Digo esto como una forma de visualizar este dispositivo tecnológico, en tanto enemigo de la lectura y los libros, y no como una tecnología que también puede ser usada como vehículo de promoción de la lectura, es decir, como un aliado en lugar de un elemento entorpecedor. Octavio Paz dijo algo así como que “la televisión es el verdadero opio de los pueblos”. Lo cierto es que en la era de la televisión y el imperio de lo visual, los libros llevan una carga más pesada. Los retos del lector hoy día son mayores y más difíciles. De ahí que se impone la necesidad de redoblar el entusiasmo por la lectura, hacer del libro, no importa que éste sea físico o virtual, el objeto necesario, eficaz, idóneo, transformador y mecanismo de progreso. El libro es así un instrumento de transformación social porque permite al sujeto proveerse de la cultura escrita que necesita su intelecto para convertirse en un agente de progreso en el proceso de transformación social, material y espiritual del ser humano; es, asimismo, un mecanismo que posibilita la horizontalidad social, pues contribuye a la profesionalización del individuo, a nivel académico e intelectual, más allá de las desigualdades sociales y las barreras materiales.

La síntesis dialéctica entre el hombre que lee y el hombre que ve se conjugan entre la cultura escrita y la visual. Si bien es cierto el imperio que le atribuyó Aristóteles al sentido del vista sobre los demás sentido, no menos cierto es que quien lee ve y, más aún, que quien lee ve dos veces, porque lee físicamente y porque lee con los ojos del intelecto, es decir, hacia dentro, y más aún, si al leer lo hace en voz alta, donde se suma el sentido del oído. Entre lo visual y lo escrito no hay una integración sino una sustracción. La visión está provocando una transformación crítica en la potencialidad de la comprensión lectora. Sin embargo, ambas realidades pueden perfectamente coexistir. Cuando apareció la TV no desapareció el cine, cuando surgió el video no desapareció el cine y cuando surgió la fotografía no sucumbió la pintura. ¿Por qué tendría que desaparecer el libro tradicional ante el auge del libro virtual? ¿O acaso no podrían coexistir? Para los fanáticos del mundo virtual y habitantes del ciberespacio, el libro, si no ha muerto, está en cama de muerte. Para estos triunfalistas de las nuevas tecnologías y del mundo mediático, hay una justificación: acabarían con la deforestación, porque el papel se hace de madera, y ahorra espacio de colocación y transportación. Pero no nos garantizan perdurabilidad de la información porque un diskette o un CD tienen no más de 10 años de vida útil y porque un libro físico es un tesoro, un objeto de deseo, de lujo, colección y sentimiento, sobre el que se puede llorar en sus páginas con un pasaje que nos impacta, como sentenció José Saramago. No es cierto que el saber de los conceptos es elitista y el de las imágenes, democrático; ambos pueden ser perfectamente democráticos. El libro siempre ha de ser un instrumento democrático de conocimiento, aprendizaje y sociabilización.

En la Era digital el nivel de alfabetismo se mide por el nivel de cultura digital que se tenga. Si bien la TV se transformó en televisión por cable, no menos cierto es que ésta ya está obsoleta ante su enfrentamiento con la Internet. Cabe suponer entonces que la Internet, ¿no será también obsoleta dentro de 50 años como la TV, que tiene un poco más de medio siglo? Es cierto es que el ordenador ha transformado la conducta de sus usuarios, en un salto tecnológico que supone la participación de un ente más activo (lector o espectador) “que recibe y transmite mensajes digitalizados”, como señala Sartori en su citado libro. El espectador televisivo es pasivo, igual que el lector de los signos verbales de los libros, pero el lector de los signos visuales, del consumidor de imágenes visuales, es un ente activo, interactivo, que vive en un mundo multimediático y polivalente. La moda de la Internet pienso que tampoco acabará con la TV, como ésta no ha erradicado a la radio. La TV es puro entretenimiento pero la Internet lo es aún más.


Es cierto que los índices de lectura han disminuido como consecuencia del auge y la expansión de los signos visuales, que son entretenidos y más fáciles de asimilar porque no exigen tanta concentración ni tanta serenidad. Esta realidad se refleja hoy en día en la mala calidad de la lectura, pues se lee con más prisa y de manera irreflexiva, mecánica e incomprensiva, y no como se hacía en la antigüedad, cuando la lectura, aunque era un ejercicio en soledad, se hacía en voz alta y esto indudablemente activa el aprendizaje y la memoria. Porque quien lee en voz alta aprende dos veces como quien escribe que lee dos veces, como reza el apotegma latino: “Quid escribis bis legis”.

En Internet hay conocimiento, pero un conocimiento que no produce crecimiento cultural o que no lo producirá a largo plazo. Esta tecnología visual nos puede ayudar a romper el aislamiento cognoscitivo del mundo sensible, pero ¿hasta dónde? La Internet, como lo dijo Umberto Eco alguna vez, no es más que un instrumento, es decir: es un puente no un fin. Pero no puede de ningún modo sepultar al libro. “No podremos prescindir de los libros”, sentenció el propio Eco. Y, en ese sentido, vuelve a sentenciar el autor de El nombre de la rosa: “Si me conecto a Internet y voy al programa Gutenberg puedo hacerme con toda la obra de Shakespeare. ¿Pero por qué tendría que saturar el ordenador con una masa de bites… y luego esperar dos semanas para poder imprimirlo, cuando por 5 dólares… puedo comprar la edición de Penguin”?

Pienso que la Internet tiene un largo futuro, pero no una eternidad. Los amantes del libro de papel (como yo), que nos gusta oler los libros para captar su olor, palparlo para percibir su textura y colocarlo en las estanterías de nuestras bibliotecas personales o públicas o en la librerías, se nos hace cuesta arriba imaginar un mundo sin libros o, como imaginó Borges, el mundo como una gran biblioteca, a pesar de su ceguera. “Los verdaderos estudiosos seguirán leyendo libros, sirviéndose de la Internet para completar datos, para las bibliografías y la información que anteriormente encontraban en los diccionarios; pero dudo que se enamoren de la red”, vuelve a reiterar Sartori su defensa del libro impreso. Las posibilidades de la Internet son infinitas y aún falta mucho por ver de su progreso técnico, pero también tendrá sus límites y sus enemigos silenciosos. Muy pronto seremos analfabetos visuales los abanderados del libro tradicional, pero cultos en memoria escrita y en lecturas verbales. El tiempo de la lectura en libros impresos no es en vano y no constituye un tiempo perdido, sino un tiempo recuperado y ganado al ocio improductivo y de mero pasatiempo en los videos juego, el chateo estéril o en el consumo de imágenes pornográficas, que crea la adicción enajenante y cursi. Ante la crisis del homo sapiens se impone la necesidad de su defensa a través de la valorización de los sistemas de lectura tradicionales en correspondencia con los digitales, sin que haya una pugna entre ambos y siempre viendo la tecnología digital como una aliada real del sistema de lectura en el formato tradicional del papel impreso.

El texto hoy día se ha convertido en hipertexto, en el que la comunidad de lectores de la letra impresa se ha transformado en un espacio discursivo más abierto y polivalente. Las profecías del fin del libro acusan un carácter gradual y discontinuo, pues será un proceso en donde las revistas, los periódicos y las enciclopedias presentan más condiciones y características para su transformación en medios digitales, por razones económicas. Los diccionarios y las enciclopedias impresas disminuirán sus niveles de impresión y circulación y podrán usar ambos métodos. “Probablemente algunos seguirán confiando principalmente en el soporte impreso, otros dividirán su periplo entre el medio impreso y el digital y otros emigrarán definitivamente, ocupando su lugar junto a una variedad de nuevos géneros digitales”, dice Geoffrey Nunberg, en la Introducción al texto El futuro del libro.

Ante la irrupción del libro virtual, la hegemonía del libro físico se tambalea, en el que la distancia entre autor y lector era cerrada, para dar paso a una relación abierta que pone en crisis la condición de derecho de autor. La tecnología digital pues postula nuevos modelos de creación textual y, a un tiempo, nuevas perspectivas de lectura, que crea nuevos retos a los mediadores del sistema de lectura, como son los bibliotecarios, editores y libreros. De modo pues que la condición de autor y la condición de lector hoy ha trascendido sus límites funcionales para dar lugar a textos colectivos, metatextos o hipertextos, con nuevos sistemas de metalectura que deja en desconcierto a los lectores reales. Sin embargo, cabe destacar el avance en el mundo de las ediciones con la introducción de nuevos y variados diseños gráficos, ilustraciones de portadas, donde se ha operado una verdadera revolución en la impresión, composición y diagramación del libro, que es cada vez más lujoso y un verdadero producto artístico.

El modo tradicional de estudio y aprendizaje se realizaba a través de los libros. Hoy día los agentes mediadores han cambiado y los medios de comunicación visual y escrito no tienen que estar necesariamente en espacios opuestos. Podemos imaginar un mundo o una sociedad sin libros porque antes de Gutenberg existía la humanidad, ¿pero podemos imaginar un mundo sin memoria del pasado? Aun si desapareciese el libro impreso, ¿no se seguiría llamando libro al libro digital? “Pero los libros también tienen una ventaja con respecto a los ordenadores. Aunque impresos en papel ácido, que sólo dura setenta años aproximadamente, son más duraderos que los soportes magnéticos”, ha dicho Umberto Eco. Y sigue diciendo el ilustre pensador: “La comunicación electrónica viaja por delante de nosotros, los libros viajan con nosotros a nuestra velocidad pero, si naufragas en una isla desierta, un libro puede ser muy útil, un ordenador no… los textos electrónicos necesitan una estación de lectura y un dispositivo de descodificación. Los libros siguen siendo los mejores compañeros para un naufragio o, para el Día Después”, sentencia. En ese sentido, agrego yo, para corroborar a Eco, que los manuscritos de Los Lusíadas de Camoens, ese monumento épico de la literatura portuguesa, sobrevivieron a un naufragio. Es cierto que el espacio ocupado por la información digital es menor que la impresa y facilita la transportación debido a su peso, además de que ofrece mayores posibilidades de corrección en el tiempo. Pero esa realidad no es un óbice para garantizar la sobrevivencia del libro de papel, en el que se pueden hacer anotaciones al margen y subrayar. Leer directamente en la pantalla del ordenador tiene sus desventajas: cansa más que en un libro impreso y la calidad de la asimilación disminuye.

Es cierto que muchos dispositivos tradicionales se volverán obsoletos, pero también igual suerte correrán los nuevos artefactos, en razón de la velocidad de la información y, sobre todo, la velocidad de la transformación de la tecnología en la Era de la información.

La lectura en la pantalla es una ficción porque no es real la relación entre el lector y lo leído. García Márquez dijo una vez que si rompemos la pantalla del ordenador no aparecen las letras que vemos. Cabe destacar la capacidad de atención que implica la lectura de libros impresos que no nos garantiza la pantalla digital. En ese sentido, vuelvo a citar a Eco cuando dice: “Después de pasar no más de doce horas frente a un ordenador, tengo los ojos como dos pelotas de tenis, y siento la necesidad de sentarme cómodamente en un sofá y de leer un periódico, o tal vez un buen poema. Creo que los ordenadores están difundiendo una nueva forma de cultura pero son incapaces de satisfacer todas las necesidades intelectuales que despiertan”, afirma categóricamente. Lo que quiero decir es que ninguna tecnología elimina a otra, o una nueva derrota a otra más tradicional, sino que la nueva absorbe a la anterior, la transforma y la cambia. El cine alimenta a la ficción literaria, la Internet transformará a la TV, la fotografía catapultó más a la pintura y le planteó nuevos retos. Vivimos en una “Aldea global”, como lo profetizó Mc Luhan, pero esa aldea adquiere hoy la dimensión electrónica, de una comunidad más comunicada, pero más solitaria; más global, pero más individual, donde no hay interacción humana, sino un diálogo virtual, mecánico, de palabras electrónicas, virtuales, sin sangre, que ya no salen del corazón ni del espíritu, pues son palabras hechas de fibras metálicas. De ahí que se haga necesario recuperar la palabra humana, la que se vierte en el libro, pues como dijo el poeta francés Mallarmé: “Todo debe concluir en un libro”.

La idea de que hay demasiados libros de Gabriel Zaid, ya estaba en Ortega y Gasset, en su libro Misión del bibliotecario, cuando el pensador español se refería al número de temas y de libros que hay que leer, la cantidad de libros que necesita y que se publican, a su capacidad de asimilación y al tiempo de que dispone. “Pero una vez hecho este esfuerzo –dice- se encuentra con que no puede leer todo lo que debería leer. Esto le lleva a leer de prisa, a leer mal y, además, le deja con una impresión de impotencia y fracaso, a la postre de escepticismo hacia su propia obra”.

Para Ortega y Gasset, la misión del bibliotecario del porvenir consiste en “dirigir al lector no especializado por la selva selvaggia de los libros y ser el médico, el higienista de sus lecturas”. La observación suya va dirigida en la línea de una defensa del pensamiento y una crítica al libro, es decir, a los demasiados libros que, según él, conducen al hombre “a no pensar por su cuenta y a no repensar lo que se lee, única manera de hacerlo verdaderamente suyo”. En ese sentido, el bibliotecario, como agente mediador de la lectura puede contribuir con su oficio a hacer la función de “filtro que se interpone entre el torrente de los libros y el hombre”, sentencia el autor de La rebelión de las masas. Los lectores del presente estamos viviendo el espíritu de un desafío que nos conmina a revisar los dispositivos de lectura tradicionales y ver con nostalgia, el futuro de la memoria y el libro que heredamos de las viejas tecnologías y del legado de Gutenberg. Ante los apocalípticos del libro impreso se imponen los nostálgicos y optimistas que tienen en fe en que esos discursos escatológicos se disipen, como un grano de arena en la orilla del mar de nuestros sueños de papel.


Bibliografía

José Ortega y Gasset. Misión del bibliotecario. Revista de Occidente, Madrid, 1967.

Luis Beltrán Prieto Figueroa. La magia de los libros. Consejo Nacional de la Cultura, Caracas, 2005

Luis Darío Bernal Pinilla. Degustando la lectura. Consejo Nacional de la Cultura, Caracas, 2005

Michele Petit. Lecturas: del espacio íntimo al espacio público, Fondo de Cultura Económica, México, 2001

Daniel Goldin. Los días y los libros. Divagaciones sobre la hospitalidad de la lectura, Paidós, Barcelona, 2006

Laura Antillano. La aventura de leer. Consejo Nacional de la Cultura, Caracas, 2005

Tomás Eloy Martínez. El libro en tiempos de globalización, Revista Capítulo Aparte, No. 5, Quito, Ecuador, Abril, 2005.

Giovanni Sartori. Homo videns. La sociedad teledirigida, Taurus, Madrid, 1997.

Geoffrey Nunberg (Comp.). El futuro del libro. ¿Esto matará a eso?, Paidós, Madrid, 1998.

Adolfo Castañón. Sobre la inutilidad y prejuicios de los fines de siglo, milenio y mundo… Ediciones sin nombre, México, 1999.

Gugliemo Cavallo y Roger Chartier. Historia de la lectura en el mundo occidental. Taurus/ Santillana, Madrid, 1998.

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1 Comentarios

neno0912.blogspot.com ha dicho que…
el libro no desaparesera pero evidentemente cada vez mas pasamos mas tiempo leyendo en la red...