Cassá desnuda criterios trujillistas

El historiador y director del Archivo General de la Nación sostiene que el reconocimiento del carácter modernizador se la sociedad dominicana que hizo el trujillato no autoriza que se le conceda carácter progresivo y que fuera objeto de respaldo de ningún género.
Roberto Cassá sale al paso a quienes, particularmente Angelita Trujillo, levantan el supuesto progreso y ordenamiento que implicó el ejercicio del poner trujillista, como forma de justificar ese régimen.
“Es crucial tomar nota de la calidad de un sistema político, pero no se desprende su respaldo. El progreso histórico contiene múltiples facetas, en que la humanización resulta la síntesis de lo deseable. El trujillato representaba la antítesis de este ordenamiento social deseable” sostiene Roberto Cassá.



Los criterios del respetado historiador se produjeron en una conferencia que presentó en el Archivo General de la República, de la cual el AGN nos facilitó copia completa, que reproducimos completa a continuación.




La reproducimos porque, a pesar de su importancia, sus contenidos no han sido divulgados con el despligue que demanda un tema como este, a 50 años del ajusticiamiento ycon toda una campaña mediática, tratando de justificar a Trujillo.









RASGOS PARTICULARES DE LA DOMINACIÓN TRUJILLISTA

Roberto Cassá
(Pronunciada en el AGN en el ciclo de conferencias:


“La caída de la dictadura: 50 años después”, 3 de mayo del 2011).

En esta conferencia se apunta a una caracterización general de la dominación trujillista. Se trata de un propósito perseguido por intelectuales e historiadores casi desde los umbrales de la toma del poder por Trujillo en febrero de 1930.

Los primeros se orientaron por la visualización del carácter del régimen a partir de la personalidad del tirano.

Tanto la génesis como la sustancia del régimen se interpretaron a consecuencia de circunstancias aleatorias, situadas fundamentalmente en entornos de juego de decisiones de figuras relevantes, que posibilitaron que un inescrupuloso de pudiera hacerse del poder.[1]

Incluso Juan Isidro Jiménes Grullón, en una de las primeras obras dotadas de sentido de historicidad y de utilización incipiente del materialismo histórico, consideró que el régimen era una exteriorización de la personalidad del tirano.[2]
Hubo que esperar, en lo fundamental, a la formación de una corriente de pensamiento caracterizada por la aplicación del marxismo ortodoxo para que se planteara una definición del régimen como expresión de un sistema social en una época. En términos generales, por imperativos políticos, se llegó a la conclusión de que el régimen de Trujillo constituía la culminación de la sucesión de dictadores-caudillos que habían gobernado desde la fundación de la República.[3]


Propuestas de tal tipo se mantuvieron incólumes por parte de los marxistas en el exilio, aunque acotaban el criterio de que Trujillo estaba sustentado en relaciones sociales precapitalistas arcaicas si bien se reconocía la génesis de un sector capitalista local a contrapelo de las orientaciones del régimen.[4] No prosperó la búsqueda de Pericles Franco al problematizar la adquisición de los ingenios azucareros norteamericanos, salvo el Central Romana, completada en 1957.[5]

Al margen de los términos de esa problemática, otros analistas, animados por su conocimiento de teorías sociales modernas, centraron el énfasis en el carácter tradicional del régimen. Fue el caso de Juan Bosch, quien en clave literaria, situó la génesis del régimen en torno a factores sociológicos conformados durante la colonia y que habían tenido continuidad ininterrumpida, así como a los mecanismos turbios de la personalidad del dictador.[6] Hubo que esperar la tesis de José Ramón Cordero Michel, en 1959, para una reconsideración conducente a considerar la época como definida por una ruptura en el sentido de la modernización capitalista y la reducción del peso del capital extranjero.[7]


Lo que hubo de por medio en autores de otras orientaciones se siguió moviendo en el ámbito político, como lo postulado por Jesús de Galíndez, durante años el libro paradigmático acerca del periodo.[8] Galíndez, válidamente, trató de establecer la especificad del régimen de Trujillo, en forma exclusiva en el plano del funcionamiento del Estado, con lo que consideraba realizar un aporte en la teoría política no obstante el carácter deficiente de su obra en el plano intelectual.
Con todo lo trascendente que fue el proceso de intentos de caracterizar la dictadura desde el punto de vista de su contenido económico-social, hoy cabe reconsiderarla a la luz de su especificidad política. La misma, en una solución teórica actual, no se contrapone con la aclaración necesaria en el orden estructural, sino que visualiza la política como síntesis del conjunto de las relaciones sociales.


Tal redefinición del papel de la política cobra doble significado a causa, precisamente, de las particularidades del régimen de Trujillo. No fue solo un momento crucial del desarrollo capitalista, como postuló José Cordero Michel y se discute más abajo, sino que constituyó un régimen, como se ha abundado en sentidos muy distintos, de excepcionalidad autocrática que lo colocó como caso sui generis de la historia latinoamericana reciente.
En cualquier caso, la especificidad de Trujillo radica, en primer término, en la relación entre un orden autocrático extremo y su articulación dependiente de un proyecto de modernización económica, el cual pasaba por una instrumentalización también extrema del patrimonialismo propio de las dictaduras tradicionales. En esto último, Trujillo divergía de la generalidad de los dictadores contemporáneos a él, limitados en lo fundamental a administrar el status quo preexistente.[9] Algunos de ellos, como Fulgencio Batista, en Cuba, se vieron forzados todo el tiempo a contemporizar con adversarios dentro de cánones de ciertas libertades públicas, en lo que estaba implicada una diferencia fundamental con lo que acontecía en República Dominicana.


Al margen de las aproximaciones pasadas, lo que está requerido en el presente capítulo es ofrecer una caracterización del contenido de la dictadura a tono con las problemáticas historiográficas, teóricas y políticas del presente. El punto de partida recoge ambas líneas de problemáticas desarrolladas por los autores durante el periodo, si es que así se pueden agrupar al menos de manera provisional: la política y la estructural. Trujillo conformó un régimen de características únicas en su capacidad de control de todas las instancias de la vida social pero que tuvo un sentido modernizador, indisolublemente vinculado con su capacidad de reproducción y permanencia. Implicaba, al mismo tiempo, una culminación de lineamientos de larga duración del autoritarismo dominicano, al tiempo que se fundamentó en realidades novedosas que se supo potenciar en beneficio de ese ordenamiento.

En el terreno político, fuera de toda dura, se pueden establecer lineamientos genealógicos que conectan al trujillato con los regímenes dictatoriales previos, sobre todo los encabezados por Pedro Santana, Buenaventura Báez y Ulises Heureaux. En un decurso en que el ideal de la democracia, pese a su condición teórica normativa del funcionamiento del Estado, no tuvo espacios mínimos, resulta comprensible la transmisión de estructuras políticas de un sistema dictatorial, definido por la personificación del déspota, a otro. Tal permanencia convoca a considerar los determinantes que llevaron a que la sociedad dominicana se conformara de acuerdo con patrones despóticos de poder.

Quien primero hizo la observación fue Pedro Francisco Bonó, pero dejó en cierta nebulosa su apreciación acerca de las razones del fenómeno.[10] Es probable que lo considerase como parte de una constitución psicológica colectiva, que denominaba “carácter nacional.” Otros autores inquirieron las razones recurrentes del autoritarismo, aunque lo hicieron en explicaciones desligadas de la consideración estructural.[11]


En medida considerable la posición del trujillato estuvo desligada de las otras dictaduras al haberse interpuesto por medio el régimen militar impuesto al país por Estados Unidos a partir de 1916. El país conoció entonces un acelerado proceso de crecimiento económico y, sobre todo, una modificación de la naturaleza del Estado. Aun así, por razones que se detallarán, subsistieron determinantes favorables a la perpetuación del despotismo e incluso algunos de ellos se acentuaron. El trujillato, en múltiples aspectos, no puede desvincularse de los efectos de la ocupación militar estadounidense, en cuyo tiempo se produjeron quiebres fundamentales de equilibrios seculares. Fue, en efecto, el momento estratégico de emergencia del Estado moderno y, por consiguiente, antecedente clave del trujillato. El régimen de Trujillo, así, solo se puede comprender a la luz de los cambios impulsados por sus jefes de la Infantería de Marina de los Estados Unidos. Este solo factor lo sitúa como un ordenamiento por completo distinto del establecido por los dictadores del siglo XIX, aunque Trujillo compartiera rasgos comunes con ellos dentro de una época.

Dentro de estos rasgos comunes, la peculiaridad del trujillato, que explica su solidez y capacidad de perpetuación, tuvo por punto de origen el peso inusual del Estado dentro de la formación social, lo que prolongaba relaciones de largo plazo. Aunque Trujillo llevó a sus últimas consecuencias el peso del Estado, en comparación con factores clasistas dentro de la población, hasta tornarlo abrumador, recogía herencias prolongadas cuyo secreto primario radicaba en la debilidad de las fuerzas productivas. Aunque el país estaba inserto en una dinámica de modernización capitalista, desde fines del siglo XIX, el fardo del pasado era demasiado fuerte, lo que dio lugar a un proceso de cambios caracterizado por la lentitud, la debilidad de las nuevas relaciones de producción y la perpetuación de relaciones precapitalistas.


En ningún momento antes de las últimas dos décadas del siglo XIX la República Dominicana había conocido un proceso que la sacara de una economía en extremo pobre. Aun en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando se produjo una recuperación económica y demográfica a consecuencia de la regularización de las relaciones comerciales con Saint Domingue, los sectores dominantes carecieron de los medios para emprender un proyecto esclavista, como era su deseo. De tal manera, la destrucción de la colonia vecina arrastró a la ruina y la emigración a los modestos esclavistas dominicanos. Sobrevino una suerte de vacío social, interpretado a su manera por los historiadores conservadores, que a su manera daban cuenta de un proceso importante.


El vacío social creado a raíz de las guerras iniciadas en las postrimerías del siglo XVIII fue reemplazado con suma dificultad. La descomposición de la esclavitud, que culminó con su abolición definitiva en 1822, dio lugar a la generalización de la economía campesina. Pero, apartados de factores clasistas poderosos, los campesinos asumieron un comportamiento correspondiente con su interés de clase: se mantuvieron lejos del mercado y produjeron los excedentes exactamente imprescindibles para la supervivencia.



Ese apego a la economía de autosubsistencia provenía, además, de la reticencia de los esclavos al trato con factores de poder, aislados muchos de ellos en comarcas carentes de mecanismos de autoridad pública y social. La mayor consecuencia de esto fue la escasa generación de excedentes comercializables, la nota mayor de la pobreza de un país aquejado por la exigüidad de la cuantía de su población. Los núcleos comerciales urbanos, que fueron sustituyendo en forma lenta la primacía social de los propietarios terratenientes de la colonia, no tuvieron la fuerza para impulsar un desarrollo económico. Se limitaron a extraer excedentes a los campesinos por vía comercial y usuraria. La clase terrateniente, en el siglo XIX, quedó reducida a planos muy deprimidos, que situaban a sus integrantes casi en una condición cotidiana similar a la de los campesinos.


Mientras tanto, en función de la débil cuantía de los excedentes, la clase comercial no pasaba de ser un colectivo reducido, limitado a contados centros urbanos, que comunicaban el exterior con el país. Estaba aquejada a inestabilidad, sujeta a vaivenes políticos y a golpes demoledores de los mecanismos de mercado, como las oscilaciones monetarias. Escasas casas comerciales tenían la posibilidad de sobrevivir durante periodos prolongados. Por otra parte, casi todos los grandes comerciantes de los puertos, que constituían una rudimentaria burguesía mercantil, eran extranjeros, por lo que tenían escasa incidencia en los asuntos políticos.


Frente a este vacío de poder social, emergía el Estado. Se trataba de un aparato todopoderoso que contrastaba con la dispersión extrema en todos los agentes de la sociedad. En su seno se recibía el único volumen significativo de excedentes proveniente de la masa campesina por concepto de impuestos aduanales indirectos. Los impuestos aduanales constituían el único volumen significativo de recursos en medio de la miseria reinante. Pero, proporcionalmente, sumaban montos reducidos que apenas permitían el funcionamiento elemental, en las más precarias condiciones posibles. Eran sin embargo suficientes para desatar las apetencias de todos: desde la fundación de la República, el control del Estado constituía el medio por excelencia de realización clasista. Pertenecer al sector dirigente, en rigor, comportaba una posición en los aparatos administrativos y militares.



El colectivo dirigente del país se identificaba con los letrados y militares que ocupaban las funciones dirigentes del Estado. En tales condiciones, el patrimonialismo era un componente inevitable del funcionamiento de la autoridad pública, tanto como medio casi exclusivo de realización clasista como de defensa de la posición. La autoridad se vinculaba a privilegios privados de los dignatarios, que se exacerbaban en el presidente. Pero a diferencia de los regímenes asiáticos, en los cuales la abundancia de la población aseguraba un volumen cuantioso de excedentes y una clase dominante caracterizada por el lujo ostentoso, en República Dominicana la clase dominante vegetaba en privaciones extremas, al grado incluso de carecer de posibilidades hasta finales del siglo XIX de involucrarse en el proceso productivo, con excepción de los cortes de madera, alguna esporádica actividad comercial intermediaria y usurera y residuos de propiedades ganaderas tradicionales.


Pero el aparato del Estado era casi una caricatura, al igual que el colectivo de sus integrantes. No tenía capacidad alguna para modificar el cuadro de funcionamiento del país. No podía esbozar proyecto alguno, origen del refugio anexionista de sus protagonistas conservadores. El aparato público podía ser objeto de pugnas sempiternas, que redoblaban la incapacidad de gestión. Los sectores superiores se veían sujetos a las embestidas de la masa “bárbara” del campo.[12] En el mismo orden, las camarillas en el poder se sentían siempre inseguras por el activismo de los que aspiraban a sustituirlas como único recurso para la realización de intereses en el marco de una sociedad tan pobre. La autocracia se compatibilizaba así con la guerra civil crónica.



Quedaba como resultado un ordenamiento estatal autocrático pero aquejado de debilidades extremas, en tanto que en torno a él no podía concretizarse una hegemonía social. No había otro sistema que el autocrático, en mayor medida precisamente en la que era débil y objeto de cuestionamientos desde la sociedad.
La relación característica entre un Estado débil, aunque todopoderoso en términos relativos con el de la debilidad todavía mayor de las clases burguesas, y un campesinado atrasado impermeable a su inserción en una senda de modernización permite hacer un acercamiento de la realidad del país a las fórmulas tradicionales asiáticas, contrastantes con las realidades instauradas en Europa en los umbrales de la época moderna. No había, en rigor, una ciudadanía, las instituciones eran en gran medida ficticias, existía un abismo entre la letra de la legislación y las realidades efectivas.



La única hegemonía posible implicaba una imposición de la camarilla dirigente sobre el colectivo social, para lo cual le resultaba indispensable conservar relaciones preexistentes como fórmula para la captación de los consensos necesarios para la normalidad política. No habiendo sociedad civil desarrollada, no podía existir una voluntad pública, como agudamente lo caracterizó Américo Lugo, y por tanto resultaba impensable la democracia en el sentido europeo. Ahí radicó el origen del reiterado fracaso de los liberales en la segunda mitad del siglo XIX y sus conversiones a administradores de las situaciones creadas, con lo que protagonizaban un continuo transformismo político e ideológico.



El tirano Ulises Heureaux sintetizó este sino trágico del liberalismo, al sostenerse en torno a la consigna de la modernización y a la exigencia de la autocracia como medio indispensable para su consecución.
Con los cambios acaecidos durante las últimas dos décadas del siglo XIX se introdujeron nuevos componentes. Por una parte, se dio un proceso de conexión con el mercado mundial que tuvo por resultado la mayor inserción del campesinado con las relaciones mercantiles y el surgimiento de un débil sector capitalista. Aunque el componente principal del desarrollo de las fuerzas productivas se situó en el sector capitalista, que pasó en cierta manera a regir la dinámica económica, en términos socio-demográficos su impacto fue muy limitado. El grueso de la población se mantuvo dentro de la condición campesina, al grado de que esta clase se fortaleció a consecuencia de su relación con los circuitos mercantiles. Pero aun así, siguió siendo un campesinado atrasado, en lo posible lo más remiso al mercado: gran parte de su modernización se llevó a cabo de manera forzoso o con ayuda de estímulos y exenciones fiscales. Sobre todo, era alérgico a las innovaciones tecnológicas, anclado en un medio de vida consuetudinario que los agentes mercantiles y estatales no podían desarraigar en lo fundamental.


Pese a haber surgido un sector burgués vinculado a actividades productivas capitalistas, en poco estas modificaron el panorama socio-demográfico. Los aparatos capitalistas se identificaron con la industria del azúcar, que no tardó en ser copada por intereses extranjeros. La burguesía volvió a quedar limitada a funciones comerciales intermediarias o confinada al sector agrario a base de fuerzas productivas atrasadas y relaciones de producción en que se articulaban componentes capitalistas y precapitalistas.[13] En consecuencia, el fortalecimiento de la burguesía, parejo al proceso de modernización, no redundó en una relación orgánica de ella con el Estado y, por consiguiente, se halló al margen de una fórmula de hegemonía. Cierto que el Estado se fortaleció, pero esto es imputable más a las condiciones del auge de la economía exportadora, que le permitió apropiarse de volúmenes mayores de excedentes, que a consecuencias en el estricto ordenamiento clasista.




Aun así, el fortalecimiento del Estado fue algo relativo, anclado en planos harto inconsistentes. La demostración concluyente de esto fue la persistencia y hasta fortalecimiento paradójico del caudillismo. Lejos de aniquilar e incluso someter a los poderes locales, orquestados alrededor de los caudillos, la generación de mayores cuantías de excedentes provocó el efecto inverso a falta de un plano de imposición desde el centro.




Lo último lleva a la conclusión de que la modernización económica posterior a 1880, aunque se redundó en un cambio de mando a manos de los liberales, no dio lugar a la gestación de un Estado capitalista. Este supone el sometimiento de todos los agentes sociales a las necesidades estratégicas de desarrollo del sistema. Supone igualmente la centralización política de todos los factores regionales a la voluntad del centro. A falta de un sistema integrado de comunicaciones, el desarrollo de las relaciones mercantiles se expresó en un fortalecimiento de mercados regionales, unos independientes de los otros, sin homogeneidad de regulaciones fácticas en numerosos órdenes y ni siquiera de sistemas de precios y salarios. Los autócratas, en particular Heureaux y Ramón Cáceres, no pudieron alterar estos equilibrios seculares, detrás de los cuales se encontraba la imposibilidad de someter al campesinado a la lógica de funcionamiento de un proyecto de modernización capitalista.






Tuvo que producirse la intervención militar de Estados Unidos en 1916 para que se rompieran los equilibrios consuetudinarios y se gestasen los componentes del Estado moderno. La dictadura militar extranjera se sobrepuso sin miramientos a todos los agentes sociales internos. No tuvo dificultad, a consecuencia del poderío militar, en reducir la oposición de los caudillos, pocos de los cuales acudieron a las armas e incluso a una actitud sistemática opuesta. La construcción de una red nacional de carreteras, cuyo primer hito, en 1922, conectó Santo Domingo y Santiago, las dos capitales principales capitales regionales, proveyó la base de sustentación material de la centralización política y de erradicación del caudillismo. En muchos otros aspectos el Gobierno Militar imperialista cumplió con los requisitos de dar lugar al cambio en cuestión. Pero el más importante fue el desarme de la población, con lo cual se despojó a los caudillos de la capacidad de continuar incidiendo de manera decisiva en las correlaciones de fuerzas políticas.



En correspondencia, se creó una fuerza armada auxiliar, que terminó denominándose Ejército Nacional después de retirados los norteamericanos del país. Este cuerpo profesional y “apolítico” quedó como la herencia de la ocupación militar y sentó los fundamentos del establecimiento de una autocracia de nuevo género, mucho más fuerte que cualquiera otra del pasado, como pronosticó el mismo gobernador militar H. S. Knapp, quien apuntó la incongruencia con el propósito literal de contribuir a la gestación de una democracia. No por casualidad, Trujillo inició su carrera militar (y, por consiguiente, política) como oficial de la “Constabulary”.




En sentido profundo, la ocupación militar fue mucho más allá que la erradicación del caudillismo: implicó la alteración de los equilibrios sociales consuetudinarios, sustentados en la incapacidad de las clases burguesas y el Estado de propiciar deliberadamente reformas y cambios significativos. A su vez, el aspecto más importante de esos equilibrios era la capacidad del campesinado de reproducirse conforme a sus mecanismos tradicionales, imposibilitados de ser lesionados en lo fundamental por un Estado tan débil y por la indiferencia de la burguesía de relacionarse con un proceso productivo en el agro. En adelante, el campesinado debió ajustarse a normativas crecientes que tenían por sentido su inserción a las exigencias de incremento de la producción y la productividad, vistas como auxiliares fundamentales de la formación de capitales en vistas de la debilidad del sector capitalista. Entre otros mecanismos atacados por los marines con tal propósito se destacó la abolición del sistema de terrenos comuneros, surgido en el siglo XVII y generalizado en todo el país, llamado a ser sustituido por la plena propiedad privada sobre el suelo. Esto facilitaba las inversiones de capital en el agro y despejó obstáculos para la ampliación del latifundio moderno y, consustancial a él, del capitalismo atrasado.




En el orden económico, el principal efecto de la ocupación militar fue la ampliación del poderío económico de las corporaciones azucareras de propiedad norteamericana. Las regulaciones introducidas coadyuvaron a que culminara el proceso, iniciado dos décadas antes, de sustitución de los capitalistas locales y aun de los capitalistas individuales de origen extranjero. El modelo de tipo “enclave” que adoptó el sector azucarero profundizó tal resultado: las compañías azucareras tendían a apoderarse de todas las porciones de la plusvalía, como la renta agrícola mediante el monopolio de la tierra, la fracción comercial por medio de las fichas y vales expedidos por las tiendas de las empresas. Incluso los ingenios tendían a producir bienes de consumo masivo, como leche y pan, con lo que sacaban de circulación a burguesas de la respectiva comarca.
Frente al Estado omnipotente, quedó la inversión extranjera como principal contrapartida.








La contrapartida social del Estado siguió siendo la clase campesina, relativamente poca afectada por la escalada latifundista, habida cuenta de la amplia frontera agrícola todavía existente, la centralidad de aquella en el este del país, epicentro de la producción azucarera, y la conveniencia de los terratenientes por retroalimentar un campesinado que proveía mano de obra barata, en condiciones más ventajosas que los obreros proletarizados, por cubrir por sí mismo las necesidades de auto-subsistencia, centradas en la alimentación. En segundo término, en el pequeño universo urbano se amplió la clase media, en correspondencia con el desarrollo de la productividad social, la urbanización incipiente y las nuevas funciones asignadas al aparato estatal. Pero la clase media continuaba siendo demasiado raquítica. Además, las tradiciones políticas obraron de manera poderosa: no surgieron o se desarrollaron instrumentos contestatarios en el seno de la clase media que implicaran la génesis de una actividad política regida por parámetros modernos. No había exactamente partidos políticos en 1929 si se les entiende a la usanza de los países desarrollados.






Todavía algo mayor acontecía con el proletariado, concentrado en los aparatos capitalistas y, fuera de ellos, compuesto primordialmente por semiproletarios en el campo y artesanos en la ciudad. La debilidad estructural de la clase obrera se tradujo inevitablemente, dada la pobreza de las corrientes políticas modernas en el país, en una mayor debilidad política. El movimiento obrero estuvo condicionado por el protagonismo de los artesanos de ramas más prestigiosas, que lo redujeron a cánones gremiales premodernos, careció de arraigo en la masa, no pudo accionar movimientos reivindicativos de importancia y tuvo escasos alcances en la política nacional.
Si se miran las cosas de cerca, aunque para 1924 la sociedad dominicana era mucho menos pobre que décadas atrás, seguía anclada en torno a mecanismos antiguos: hipertrofia del Estado, la pequeñez de la clase burguesa, incidencia nula de la burguesía en los asuntos públicos, la subsiguiente incapacidad de establecimiento de una hegemonía susceptible de enrumbar un proyecto de desarrollo moderno, el protagonismo político de la clase media pero inhabilitado para sustituir la incapacidad de una hegemonía política proveniente de la burguesía.
Así el aparato estatal había quedado incólume como el actor fundamental del escenario dominicano en las postrimerías de la década de 1920, no obstante los avances que se habían producido desde décadas atrás en las relaciones capitalistas y la instauración de un Estado moderno en la década anterior.






En tal ordenamiento radicó el determinante principal para que el jefe del Ejército Nacional, Rafael Leonidas Trujillo, pudiera asaltar el poder en febrero de 1930.
La crisis de 1929 puso al descubierto la fragilidad del ordenamiento dejado por los norteamericanos, en teoría pautado por parámetros democráticos. La desarticulación casi instantánea de la economía dominicana a raíz de la caída de los valores en la bolsa de New York generó una quiebra del esquema de gobierno representado por Horacio Vásquez. Esto coincidió con el descrédito del presidente por razones políticas coyunturales y su estado de enfermedad que puso de relieve el agotamiento de su vigencia.




En el término coyuntural se puso de manifiesto el requerimiento de un esquema de poder con capacidad de hacer frente a una alteración de las relaciones con el exterior sobre la cual se había asentado el desarrollo de la economía exportadora y el ordenamiento político liberal. La convocatoria a un orden autoritario provenía ante todo de los rangos activos de la clase media y era aceptada implícitamente por una burguesía caracterizada por la pasividad política.[14] Este reclamo contrario a los moldes de la vieja política, teñido de retórica populista, socialmente democrático, explica que en los primeros meses de dominio, sobre todo mientras se mantuvo la formalidad de la transición a su presidencia, Trujillo gozara de popularidad genuina. Muchos se habían hastiado de la rutina paralizante del gobierno de Vásquez y reclamaban algo “nuevo”. Además de los intelectuales “progresistas”, casi todos seguidores de Rafael Estrella Ureña, el instrumento usado por Trujillo para dar la apariencia de revolución popular al golpe de Estado de febrero, se distinguieron los líderes obreros, en su mayoría adeptos al Partido Obrero Independiente, uno de los cinco que auspiciaron la candidatura de Trujillo a la presidencia.
Evidentemente, el régimen de Trujillo no se compaginaría con tales reclamos, aunque se montó en ellos.






Casi todos los que apoyaron al inicio de manera espontánea terminaron plegados sin resquicios a los dictámenes de Trujillo. Personajes como Rafael Vidal y Mario Fermín, otrora vinculados al Partido Jimenista, por tanto anti-horacistas, tuvieron escarceos con formulaciones democráticas progresivas: habían sido cultores de la memoria de Eugenio Deschamps como medio de explorar una nueva política de tendencia radical.




Empero, la consolidación del orden de Trujillo no fue producto de ese apoyo espontáneo. Aunque Trujillo dio muestra desde entonces de su maestría política, la toma del poder fue resultado del monopolio de las armas. Todavía el régimen de Vásquez gozaba del sustento de importantes fuerzas, incluida una porción de la burguesía. El grueso de la burguesía, si bien se mostró pasiva ante el cambio de orden, continuando su pasividad, no le prestó apoyo. Desde el principio, Trujillo consideró imprescindible forzar la integración de todos los sujetos de prestigio social, político o intelectual. Pocos se le opusieron en el largo plazo. Como ha sido documentado por Alejandro Paulino, el naciente tirano tuvo el tino de mostrarse paciente ante figuras del conglomerado intelectual durante los primeros dos años. Hacia 1932 nadie de nivel social podía hacer ostentación de independencia política. Los opositores abiertos fueron eliminados o reducidos en el mismo 1930. Para fines prácticos, vencida la prueba de fuerza de las elecciones de ese año, gracias al despliegue de variados mecanismos de represión, para mediados de 1930 se había implantado un orden autocrático sin precedentes en la historia dominicana.



Tomaría cierto tiempo, a pesar de la sorprendente precipitación de los hechos, para que se conformaran a plenitud los rasgos originales de la dominación trujillista, el objeto que se persigue definir. Algunos de sus componentes comenzaron a hacerse presentes desde los días de la represión abierta de los meses iniciales. Por tanto, fue cuestión de relativo poco tiempo para que se armaran las piezas del rompecabezas de la tiranía.
Trujillo encontró un medio propicio en varios aspectos para el despliegue de su proyecto. Se había instaurado un Estado moderno, que había logrado la subordinación de todos los agentes sociales y políticos. La originalidad del orden trujillista radicó en llevar el despotismo implantado por los marines a sus últimas consecuencias, en rigor las ajustadas a los tradicionales moldes del Estado dominicano.




Antes de la ocupación militar faltaban las bases materiales para que se pudiese implantar una tiranía con el grado extremo de centralización que lo logrado desde 1930. Basta considerar los métodos artesanales con los cuales Ulises Heureaux llevaba el control de las regiones y de los sujetos prestigiosos en su interior. Para mantener el sometimiento de las partes, Heureaux estaba obligado a negociar. Tuvo que hacer uso de dos barcos de guerra para trasladar pequeños cuerpos armados, los necesarios para extinguir cualquier llamarada sediciosa. La construcción de la red nacional de carreteras, ya concluida desde antes de 1930 tenía consecuencias geopolíticas, favorables al ejercicio integrado del poder, además de las económicas -con la conformación del mercado nacional-, que por su parte redundaban a favor del orden autoritario.




Se añadía que el nivel alcanzado por la economía proveía el sustento necesario para que el Estado pudiese imponerse a plenitud sobre los factores de la sociedad. Ya no se dependía de las conveniencias de grupos de presión –políticos, militares, clasistas- estuvieran localizados en el centro o en las periferias, como había sido lo característico hasta la ocupación militar de 1916. Se añadió que en los años ulteriores se conoció una dinámica acelerada de crecimiento económico, focalizada en los aparatos capitalistas dominados por los inversionistas extranjeros. Los norteamericanos perfeccionaron los mecanismos de extracción fiscal de excedentes a la población. Y aunque lo hicieron de manera que incluyera a las corporaciones extranjeras, en definitiva se dirigió a incrementar el gravamen a la población trabajadora del campo y la ciudad. Las propias vías modernas de comunicaciones, al valorar las tierras interiores, facilitaron el incremento de la fiscalidad. En comparación con los años anteriores a 1916, una década después, a raíz de la desocupación, se asistía a un Estado notablemente fortalecido.




Este incremento de la potencia del aparato público se manifestó en la solidez del aparato militar profesional, cuyo protagonismo contrastaba con una población desarmada, por tanto inerme y a expensas de las decisiones en el centro del poder, sin capacidad de ejercer una resistencia de consideración. Pero no es de desdeñar que, aunque siguiera siendo un Estado débil para 1930, ya tuviera una conformación del cuerpo burocrático que había asimilado las normativas de profesionalidad implantadas por los marines. No es casual que algunos de los administradores más eficientes con que contó Trujillo habían recibido adiestramiento por los norteamericanos. Se entiende que el naciente tirano se esmerase en cooptar al mayor número de integrantes de la alta burocracia del régimen de Vásquez, en la medida en que exhibían un dominio técnico de las funciones públicas. Por la misma razón, se explica el protagonismo de jefe del gabinete de Trujillo, durante los primeros años, del mayor Thomas Watson, uno de los mentores de Trujillo en los años de la ocupación militar, prestado por Washington en muestra de solidaridad con el naciente tirano.




Pero la especificidad del orden despótico extremo no solo era una consecuencia del desarrollo económico, sino también una variable dependiente del mantenimiento de estructuras tradicionales. El establecimiento del régimen de Trujillo fue así producto de circunstancias históricas particulares, en que se combinaron factores del proceso de modernización, que proveían premisas para un tipo fuerte de Estado, con la perpetuación de rasgos tradicionales, tanto en las estructuras productivas como en la conformación socio-demográfica de la población. Frente a un sector capitalista, del cual provenía una porción elevada del producto social global, persistía una población campesina ampliamente mayoritaria. En el mismo orden, todas las demás clases se caracterizaban por su pequeñez y debilidad política. El tipo de desarrollo capitalista, en particular, como se ha apuntado, no coadyuvó al desarrollo de las clases correspondientes: la burguesía, el proletariado y la clase media. Intervenía, muy en primer término, la pobreza del país, pero también factores como el poco acercamiento a la tierra de parte de sectores dirigentes urbanos, el control extranjero de la producción azucarera y la importación de braceros por parte de las empresas azucareras.



El resultado fue una hipertrofia del sector burocrático, que continuó ejerciendo, aunque en menor medida que antes, una función de condensación del dominio social. Aunque los sectores privados experimentaron una significativa ampliación durante la ocupación militar, lo hicieron como subordinados de la punta de la acumulación en la agroexportación, sobre todo en tanto que comerciantes intermediarios, colonos azucareros y terratenientes ganaderos.
En igual o medida que antes, el aparato estatal proveía los recursos más cuantiosos para la acumulación por medio de la corrupción administrativa y mecanismos colaterales de tráfico de influencia, que permitían a los altos funcionarios otorgar concesiones y privilegios. Si el procedimiento no ganó mayores alcances se debió al control aduanero norteamericano, por cuanto el grueso de las rentas que obtenía el Estado provenían de los impuestos indirectos a las importaciones.



Aun así, además de procedimientos ilícitos de enriquecimiento, los funcionarios detentaban posiciones preeminentes que les dispensaban los salarios con los cuales llevaban un estilo de vida superior al resto de la población. No se enriquecían de manera precisa, en la mayoría de los casos, pero en términos de conformación de los grupos dirigentes ostentaban posiciones similares o superiores a las que tipificaban a la débil burguesía. A menudo, estos funcionarios eran letrados que dominaban una profesión universitaria, sobre todo la abogacía, que les permitía consolidar su estatus privilegiado.




Siguiendo tal lineamiento de larga data, se entiende que el régimen instaurado en 1930 encontrara en la alta burocracia su base de sustento y que le inyectara dinamismo mediante la incorporación de jóvenes ambiciosos y activos y, en general, de los letrados e intelectuales más preparados. Lo que constituía un rasgo un tanto difuso antes de 1930, con posterioridad se tornó en un componente crucial del sistema social en su conjunto.




Por lo demás, este rasgo “asiático” de preeminencia de los funcionarios, facilitó que Trujillo se pudiera hacer del poder en un momento de vacíos y que lo consolidara en forma indefinida. Bastaba en esos momentos con el poder concentrado de la violencia en manos del Ejército Nacional, aunque el proceso conoció otros ingredientes. Buena parte de los funcionarios o candidatos a serlo apoyaron al nuevo régimen desde su inicio. Otros se subieron con prontitud al carro de los ganadores. La burguesía, diminuta y carente de tradición política, se mostró inerme y fue objeto de intimidación. El sector desplazado tampoco pudo presentar resistencia significativa. Más bien, en inmensa mayoría sus integrantes se plegaron. En esa sociedad tan elemental, el tirano en persona fue manejando las situaciones de las personas importantes, con el fin de doblegarlas una a una.




La estabilidad del nuevo orden pasó a depender de una relación directa con el campesinado, que comportaba la ratificación de su sometimiento acorde con los cambios de correlaciones de fuerza impuestos por los norteamericanos y la obtención de un consenso pasivo que dejó al campesinado como reserva pasiva del poder autocrático. Tal funcionalidad del campesinado, aunque pasiva en el orden político, tenía enorme relevancia frente a una clase media y una burguesía tradicional problemáticas pero que por tal razón podían ser controladas gracias a la combinación de la represión y el miedo, por una parte, y los avances favorables a sus intereses. Finalmente muchos urbanos que no ocupaban posiciones gubernamentales se hicieron trujillistas por reconocer que el régimen había protegido la reproducción del sistema con políticas como el fomento agrícola, el control de precios y salarios y otras por el estilo.
Esto compensaba el componente de explotador colectivo que se exacerbó hasta lo indecible, como se verá más abajo.

A pesar de la continuidad de rasgos del pasado, la entronización de Trujillo al poder comportó la concreción relevante de una ruptura acaecida más de una década antes. Se terminó de conformar un nuevo tipo de Estado, plenamente centralizado. En realidad, este tipo de Estado se instauró durante la ocupación militar. Entonces se produjo el quiebre con la dispersión de poderes en las regiones y la incapacidad de promover centralmente el interés del capital. Lo que estaba en la agenda de sectores superiores y no lo lograban concretar, hizo acto de presencia durante la ocupación militar. Pero se trató de un cambio que solo tuvo consecuencias parciales en el interior de la formación social. Faltaba ejecutarse la potencialidad autoritaria cerrada de lo introducido por los norteamericanos. Los ocupantes extranjeros habían dejado el germen del despotismo, y en tal sentido correspondió a Trujillo darle forma.
A pesar de los componentes innovadores desarrollados por Trujillo, las líneas maestras de su programa se remontan a las propuestas de los norteamericanos. Estas incluyen los siguientes elementos:

-Fortalecimiento de la fuerza pública en manos del Ejército.
-Promoción de una burocracia profesional y estable.
-Incremento del intervencionismo estatal para el fomento de las fuerzas productivas.
-Fomento de la agricultura mercantil.
-Repartos de tierra.
-Estímulo a la aplicación de las regulaciones de propiedad para la liquidación de los terrenos comuneros.
-Ampliación de los gravámenes a la población, en especial los directos (a través de la cédula de identidad).
-Uso del trabajo forzado del campesinado para las obras públicas de impacto económico (carreteras y canales de riego).

Como puede verse, el grueso de las orientaciones claves de política se refería al sector agrario. Lejos de perder centralidad, esta agenda vio incrementar su importancia. Y es que la consolidación del nuevo tipo de Estado coincidió con el quiebre del modelo agroexportador simple. En realidad, hubo una articulación entre ambos planos. El nuevo régimen debió responder a la pérdida de competitividad de la producción agrícola para exportación, por lo que se vio forzado a promover medidas anti-cíclicas que permitieran la recomposición del funcionamiento de la economía alrededor de la agricultura para el mercado interno. Para tal fin se acudió a varios programas en el sector agropecuario, como los siguientes:

-Expropiación de tierras a latifundistas improductivos.
-Repartos de tierras en cantidades limitadas a campesinos en régimen de propiedad.
-Estímulo a la producción de autoconsumo sobre la base de la obligatoriedad del cultivo de una porción mínima de tierras (10 tareas).
-Facilidad a los contratos de aparcería en tierras improductivas de terratenientes.
-Ampliación de las tierras de las colonias agrícolas.
-Repartos de insumos, semillas y aperos de cultivos en las revistas cívicas.
-Fomento de nuevos rubros de consumo que permitieran la cobertura alimenticia (arroz en primer término).
-Fomento de productos agrícolas que proveyesen insumos a actividades industriales (vgr. maní, algodón, henequén).
-Ampliación de las vías de comunicación, en especial de caminos vecinales.
-Valorización de las tierras a través de las vías de comunicación y canales de riego.
-Fortalecimiento de las presiones sobre la población rural en el trabajo forzado para tales fines.
-Facilidades a la fundación de fincas ganaderas y de otros rubros a figuras de la alta burocracia.

Todo esto apuntaba, centralmente, a un fortalecimiento de la clase campesina, en una vertiente modernizante y mercantil, aunque no excluía la recreación de relaciones tradicionales como la aparcería y el estímulo de la producción de autoconsumo ante la falta de rentabilidad de la exportación de bienes agrícolas. No significa que tal programa fuera contradictorio con la recuperación de la exportación, la ampliación de la gran propiedad y el incremento del peso del trabajo asalariado.





Lo que estaba en juego, por otra parte, con el programa diseñado para enfrentar la crisis de 1929 era la conservación del funcionamiento de la formación social. Es lo que explica el consenso que pudo propiciar el tirano a variados actores sociales y políticos. El enérgico dinamismo mostrado por el tirano en el campo le hizo ganar el reconocimiento del campesinado, que pese a las medidas de coacción, y en condiciones de exacerbación del temor a la autoridad, percibió al tirano como un protector de sus intereses.

La situación de excepcionalidad coyuntural, en medio de los efectos devastadores de la crisis de 1929, que puso en entredicho la continuidad de los flujos de mercado, contribuyó a facilitar que el régimen redefiniera los términos de relación entre el Estado y la sociedad, en lo cual subyació el fundamento del despotismo extremo. La función del Estado de explotar a toda la sociedad para beneficio del sector de funcionarios y militares pasó a constituir el centro de un proyecto nuevo de formación de capitales. En lo sucesivo, la captación de rentas pasaría a tener el sentido de engrosar la formación de un aparato económico de nuevo tipo, que haría de la figura de Trujillo el símil del capitalista colectivo.





Esto implicaba extremar los componentes del patrimonialismo consustancial con las dictaduras dominicanas y con algunas de las existentes en la región. Pero se trataba de algo inédito: hacer girar el conjunto de la reproducción económica de la formación social a las necesidades de la constitución del emporio económico del dictador, de forma tal que sometiera al conjunto de los restantes intereses dominantes, incluyendo el capital extranjero en forma subrepticia.
Pero la constitución del emporio tenía muchas mayores consecuencias que las derivadas del afán de enriquecimiento del dictador. Supuso una lógica de articulación con la dinámica general del Estado. Esto se refería en primer término al componente instrumental de poner al sector público al servicio de la acumulación de capital por parte de Trujillo. Sin duda esto mismo era fundamental, por cuanto imprimía una dinámica específica de funcionamiento al aparato público, en tanto que núcleo central de sus actuaciones. Pero, al mismo tiempo, conllevaba una definición de contenidos. La actuación del Estado estaba condicionada por la dependencia de la reproducción del ordenamiento político a partir de la fuerza que le confería la condición de supercapitalista a Trujillo y de supremacía absoluta sobre todos los factores sociales dominantes dentro de la formación social al binomio económico del Estado y el emporio personal del tirano.
Esto dio lugar, en primer término, a la constitución de un sector capitalista de Estado, antes inexistente en el país, salvo casos aislados y de escasa consideración. El régimen se propuso sustituir las funciones comunes de la burguesía con ayuda del Estado, que disponía de los talentos necesarios para esas actividades, y que incluían no solo áreas de servicios poco rentables, sino sectores productivos de importancia estratégica. En general estas actividades operaban en forma subsidiaria o articulada a las empresas del emporio de Trujilo. De hecho, a menudo no había un deslinde preciso entre ambos tipos de empresa.








Gracias al Banco Agrícola y otras instituciones, Trujillo manipulaba a su antojo y conveniencia al sector capitalista estatal, subordinado a su emporio pero no menos medio de extracción de beneficios en áreas problemáticas o que requerían de subsidios. El peso del capitalismo de Estado tuvo un margen progresivo, que tuvo su cenit alrededor del proyecto de industrialización, a partir de la Segunda Guerra Mundial, cuando la coyuntura económica tornó auspiciosa la inversión y la economía entró en una fase acelerada de crecimiento.
El binomio Estado-emporio perseguía la explotación de toda la población por medio de las fórmulas más disímiles de manejos de precios, reducción de salarios, creación de monopolios, subsidios, comisiones a favor del jefe del Estado y otros funcionarios, consumo forzoso de bienes, adquisiciones artificiosas de bienes y servicios, etc.





Tal dispositivo tenía, por consiguiente, una importancia estratégica para la reproducción de la economía. Pero la tenía también para la definición del contenido del régimen. Con la definición resultante se tendieron a producir los lineamientos efectivos del funcionamiento del poder. En efecto, la relación estratégica articulaba relaciones de producción disímiles y confería la tónica de la primacía de la formación de capitales por parte de Trujillo y relacionados. Pero este hecho implicaba la primacía del interés del capital, por cuanto Trujillo operaba como capitalista colectivo cuya suerte política estaba asociada al incremento de la productividad social gracias al desarrollo de las fuerzas productivas y, por consiguiente, a la ampliación del sector capitalista.
De tal manera, la característica autocrática extrema del régimen se sustentaba en un poderío económico descomunal, que requería tornarse en agente de generación de nuevos excedentes como forma de realización del proyecto y sobre todo de la capacidad de su persistencia indefinida.








Por tal razón, no faltó mucho tiempo para que, conjuntamente con la pertinencia política de proteger relaciones atrasadas de producción, el régimen definiese una calidad inédita de fomentador del capitalismo, que vino a constituir la clave de su solidez, en la medida en que se apoyaba en fuerzas económicas que se desarrollaban sin cesar. Incluso puede sostenerse que la explotación del conjunto de la población por los medios arriba observados no tenía por propósito fundamental la pura reproducción del aparato público, sino el incremento del ritmo y la calidad de la formación de capitales, vista como instancia clave que le confería la especificad al proyecto de poder. No se trataba tanto de que a Trujillo le gustase el dinero o el lucro, como a menudo se ha abundado, sino que lo manejó como el ingrediente clave del poder. La dictadura quedaba, en sus contenidos fundamentales, condicionada en forma central por el capitalismo.





La calidad de ese capitalismo contenía elementos problemáticos, pues no se refería a un proyecto general de desarrollo económico. Quedaba en dependencia de la coexistencia con relaciones precapitalistas, por lo que tenía un carácter atrasado. Buscaba no el desarrollo per se sino el incremento de las rentas provenientes de toda la población, por lo que guardaba un contenido depredador. Se basaba, por consiguiente, en la extorsión sobre toda la población. Como es propio del capitalismo, en términos generales en épocas iniciales, se sustentaba en la superexplotación del trabajo y en la extracción preferente de plusvalía absoluta en base al aumento de la intensidad del trabajo y la duración de la jornada laboral. Es cierto que, después de 1945, con el inicio de un proceso de industrialización para el mercado interno, este componente experimentó variación, pero solo de manera parcial, ya que el carácter depredador del sistema resultaba consustancial a su misma existencia.




En ningún momento, lo que es clave en la definición del trujillato, el componente estatal tomó medidas de regularización del funcionamiento del componente capital. Por el contrario, los términos de la asociación de las partes del binomio económico-político comportaban extremar esta característica del capitalismo.
Por lo tanto, se trataba de un capitalismo que continuaba en cierta medida lineamientos de larga duración, provenientes del siglo XIX. Algunos de los más importantes se referían al ordenamiento socio-demográfico, pues tenía consecuencias políticas que contribuían al reciclaje del poder. En algunos casos extremo estos elementos aunque situándolos en el contexto sui generis de ese ordenamiento. Se trató, muy en especial, de la minimización de la clase burguesa y el control sobre la expansión de la clase media y la clase trabajadora. La primera contrapartida fue el fortalecimiento de la burocracia, que en buena medida se identificaba con porciones significativas de la clase media. La segunda fue el fomento del campesinado. Los funcionarios del régimen quedaban relacionados con el campesinado en el dispositivo estratégico del poder. Tal coincidencia de intereses y propósitos permitía conjurar cualesquiera indicios de peligro provenientes de la burguesía, la clase media y la clase obrera.





Se puede postular que para Trujillo estos lineamientos tenían importancia fundamental, ya que constituían piedras angulares de la estabilidad política. Se pueden entender, por ejemplo, todas las medidas preventivas de la urbanización rural-urbana. La pareja burocracia-campesinado constituía la contrapartida política del binomio del Estado y el emporio del dictador.
Pero resultaba imposible que este modelo ideal se mantuviese incambiado. Los avances en las fuerzas productivas propiciaron de forma inevitable la ampliación de las fuerzas sociales del sistema capitalista. Trujillo se vio obligado a medidas adicionales en materia de seguridad para conjurar consecuencias. Aun con la excepcional concentración de riquezas en manos de Trujillo, se fortalecieron los sectores de la burguesía tradicional que no habían sido destruidos por Trujillo, aun fuese de manera modesta, que no conjuraba la inconformidad de ellos.








Se acudió al procedimiento de asociar a algunos de sus sectores más enriquecidos con las empresas monopólicas del binomio, como forma de que compartieran beneficios o asociaran su suerte a la del régimen. Cuando esto no resultaba factible, se acudía a la agresión abierta por medio de impuestos extraordinarios, algunos ocultos, o a procedimientos monopólicos groseros. Tales prevenciones explican la reticencia al incremento de los latifundios, a menos que fueran los del propio Trujillo, en lo que se apuntaba además al designio de mantener la capacidad de reciclaje de la producción mercantil simple.





El incremento numérico de la clase trabajadora preocupó mucho menos a Trujillo que el de la clase media y la burguesía, en la medida en que tomaba nota de factores como su origen rural reciente y su subsiguiente bajo nivel cultural, su escasa capacidad política, los efectos de la importación de braceros. Para Trujillo la política era patrimonio de los de arriba, para los cuales tomaba medidas preventivas continuas. Le resultaba sencillo eliminar a los desafectos provenientes del campesinado y la clase trabajadora.





De todas maneras, el desarrollo capitalista implicó que se rompiera el tipo de realidad social que había propiciado y permitido la entronización del régimen. Aunque relacionado a formas tradicionales y con componentes contraproducentes, se produjo un desarrollo capitalista que no tenía antecedentes en la formación social. Más aún, bajo Trujillo no solo se conformó propiamente el Estado capitalista, sino que el proyecto consustancial adquirió una calidad que no ha tenido parangón hasta hoy en la historia dominicana. No se debía, como se debe subrayar, a un designio deliberado de corte nacional o clasista, sino al entrelazamiento de las necesidades de reproducción del orden autocrático extremo.





Pero aun así, en términos de definición, el trujillato supuso la hegemonía capitalista en condiciones no repetidas en la formación social dominicana. El dominio del capital privado, en sus diversas situaciones de la evolución política posterior, conllevó una disminución marcada de la calidad del proyecto capitalista. Se observa esto en la incapacidad ulterior de propiciar equivalentes de la industrialización y de ampliación de los propios aparatos agroexportadores.[15]
Pero esa calidad excepcional de la hegemonía capitalista no estaba exenta de contradicciones flagrantes a causa del contexto en que se desenvolvía y a su dependencia de su función depredadora y opresiva. De todas maneras, la génesis de los conflictos estructurales que aquejaron al trujillato partían de los propios de toda sociedad capitalista, de acuerdo con el análisis de Marx. Pero bajo Trujillo cubría una intensidad casi única a causa de la concentración extrema de los bienes de producción en el binomio. Según cálculo posterior a 1961, alrededor del 10% de todas las riquezas del país estaban en manos del tirano.[16] No menos importante era que, desde 1957 el 65% de la producción azucarera le pertenecía, con especial relación con las empresas mayores y de incidencia estratégica, a lo que se añadía cerca de la mitad de la producción industrial dirigida al mercado interno, más enormes fincas ganaderos y múltiples monopolios.





Los incrementos de la productividad social no se traducían en suficientes mejorías de las condiciones de vida de la población. Esto, ciertamente, trascendía la dinámica microeconómica de las empresas industriales modernas, puesto que toda generación de valores caía bajo las garras depredadoras del Estado y de los negocios particulares de Trujillo. Además de mantener bajos salarios, se manipulaban los precios, de manera que los provenientes del agro se mantuviesen bajos y los de las empresas industriales se inflasen hasta donde fuese posible de acuerdo a parámetros del comercio internacional. Pero para superar estos inconvenientes, se mantuvo todo el tiempo la existencia de monopolios a través de los cuales se extorsionaba violentamente a toda la población.[17]








El conflicto entre producción y consumo, propio de todo capitalismo, se extendía a todos planos de la economía en la República Dominicana y adquiría dimensiones extremas. Estas retroalimentaban la necesidad de moldes duros de la autocracia, con lo que se producía un círculo vicioso entre extorsión económica y represión política. Esta dialéctica resulta consustancial con el régimen, por lo que era insuperable.
De ella resulta factible avanzar en la definición de la naturaleza de la dictadura. El hecho de que, dentro de él, el capitalismo alcanzara una cualidad única en la historia dominicana no le confiere un contenido progresivo. Y no se trata de que acudiera a procedimientos precapitalistas en el complejo de explotación colectiva. Se trata de que la reproducción del sistema económico, como se ha abundado, quedaba articulada indisolublemente con un dispositivo represivo extremo. De tal combinación no podía salir nada progresivo. Esto no es ajeno a la falta de continuidad de las políticas capitalistas en el periodo posterior a Trujillo, aunque sin duda quedaran planos de avance que no podían retrotraerse y quedara una gravitación incontestable de múltiples aspectos de la dominación trujillista.





Es cierto que Trujillo no era ajeno a un proyecto nacional. En esto se diferenciaba de la generalidad de los colectivos gobernantes posteriores. Pero era un proyecto excluyente sustentado en una opresión extrema que no traía beneficio alguno a la población. Por más que se escudriñe, resulta muy difícil hallar realizaciones verdaderas del régimen que beneficiaran al conjunto del país. Las proclamas de realizaciones contenían elementos tendenciosos. No había nada que hiciese coincidir al régimen de Trujillo con los regímenes nacional-populistas coetáneos, como el presidido por Lázaro Cárdenas en México o por Getulio Vargas en Brasil. Trujillo no perseguía el desarrollo económico per se y menos la reivindicación del pueblo.
Ante el dilema que mostraba un régimen que ponía en estado de realización algunos de los puntos del programa del Partido Nacionalista, el más progresivo antes de 1930, tuvieron razón los sectores progresivos y socialistas de no brindar apoyo al régimen. Los intelectuales que, como Ramón Marrero Aristy, justificaron su adscripción al orden sobre la base del progreso histórico que había propiciado,[18] actuaron con sentido corporativo y no crítico ni apegado a los intereses de la nación. Pusieron el énfasis en la realización económica moderna como prerrequisito de la realización nacional, pero no tomaron en cuenta el costo horroroso de la autocracia.
En consecuencia, el reconocimiento del carácter modernizador del trujillato no autoriza que se le conceda carácter progresivo y que fuera objeto de respaldo de ningún género. Es crucial tomar nota de la calidad de un sistema político, pero no se desprende su respaldo. El progreso histórico contiene múltiples facetas, en que la humanización resulta la síntesis de lo deseable. El trujillato representaba la antítesis de este ordenamiento social deseable.


[1] Es lo que se extrae de obras como la de Félix A. Mejía, Via crucis de un pueblo, [193 ], Santo Domingo, 196 . Incluso autores con pretensiones más analíticas recayeron en tal interpretación, como Luis Felipe Mejía, De Lilís a Trujillo, Caracas, 1944.
[2] Juan Isidro Jiménes Grullón, La República Dominicana. Análisis de su pasado y su presente [1940], Santo Domingo, 1971, pp. .
[3] Partido Democrático Revolucionario Dominicano,
[4] Ramón Grullón, Por la democracia dominicana, México, 1958.
[5] Los puntos de vista de Pericles Franco, a la sazón dirigente principal del Partido Socialista Popular en el exilio, fueron objeto de rechazo de casi todos los integrantes de esa organización marxista. Roberto Cassá, Movimiento obrero y lucha socialista en República Dominicana, Santo Domingo, 1990.
[6] Juan Bosch, Trujillo. Causas de una tiranía sin ejemplos, [1959], Santo Domingo, 2011, pp. .
[7] José Ramón Cordero Michel, Análisis de la Era de Trujillo, [1959], Santo Domingo, 198 , pp. .
[8] Jesús de Galíndez, La Era de Trujillo, Buenos Aires, 1962.
[9] Está fuera de contexto establecer análisis comparativos con los dictadores más parecidos a Trujillo. Para los regímenes dirigidos por Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez en Venezuela, véase ; para Gerardo Machado y Fulgencio Batista en Cuba, véase ; para Anastasio Somoza en Nicaragua, . Por último, cabe considerar a Francois Duvalier, en Haití, aunque apenas coexistió poco más de tres años con Trujillo:
[10] Pedro Francisco Bonó, “Opiniones de un dominicano”, en Emilio Rodríguez Demorizi (ed.), Papeles de Pedro Fco. Bonó, Santo Domingo, 1964, pp.
[11] Se pueden encontrar propuestas explicativas en varios autores: Alejandro Angulo Guridi, ; Francisco Gregorio Billini, ; Rafael Justino Castillo,
[12] Américo Lugo, El Estado dominicano ante el derecho público, Santo Domingo, 1916.
[13] Roberto Cassá, Capitalismo y dictadura, Santo Domingo, 1982, p. .
[14] Diversos publicistas venían clamando, antes de 1930, por un Estado fuerte, basado en una voluntad férrea que propiciara el desarrollo del país, desterrara el desorden y pusiera freno a la influencia extranjera. Algunos terminaron por definir este programa tras la llegada de Trujillo. Se caracterizaban por planteamientos de corte populista. Ver, por ejemplo, Tomás Hernández Franco, La más bella revolución de América, Santo Domingo, 1931.
[15]
[16]
[17] Cordero Michel, Análisis, p.
[18] Ramón Marrero Aristy, “La posición del trabajador”, La Nación,

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