Con el montaje de Todos Somos Iguales en la Sala Ravelo del Teatro Nacional, este fin de semana y el próximo, se confirma
el convencimiento de que el teatro es siempre un recorrido que cada vez es un viaje
distinto capaz de conducir, mediante de palabras y acciones concebidas para
inducir al gusto lúdico por la escena en tanto también promueve, al interior de
cada quien, actitudes y valores, promover
ideales y comportamientos, que dejan huellas en el alma y signos de luz en el alma.
Con el teatro se vienen a vivir otras vidas, a
experimentar acontecimientos que han cursado tan solo en la imaginación o la
cotidianidad de quien concibe el libreto, pero pocas veces un texto logra embrujar desde el inicio, como
lo hace Paúl Zinder, novelista y guionista norteamericano, Premio Pulitzer por
este texto de enorme valor emancipador y universal.
Se está en presencia de una
de las muestras mejores de la buena literatura norteamericana por lo que no
resulta casualidad que el Centro Franklin, de la Embajada de Estados Unidos,
haya dado seguimiento (ejemplo que debía servir para muchas otras delegaciones
diplomáticas) para apoyar su creación literaria por la vía viva y dramática de las tablas y las
candilejas, de los escenarios y las actuaciones que enternecen la vida o
desgarran el alma.
Zinder fijó con
claridad que su público era la juventud, a la que llegó, mediante aventuras y
fantasías, para promover valores de igualdad y justicia.
Todos somos iguales (titulo menos hermoso que El Efecto de los Rayos Gamma sobre las
Margaritas, atrapa la platea desde sus
primeras líneas por medio de una confesión en torno a una palabra tan
escasamente poética como "Átomo",
se puede decir que el teatro ha vuelto
a triunfar con esa capacidad de hacer vivir otras vidas y de sentir el
la piel propia, sensaciones que convocan
a niveles elevados de convivencia humana.
En el drama, que fue llevado a las pantallas en el
2003, dirigido por Paul Newman, ofrece un
universo de cuatro personajes femeninos
de distintas generaciones, es la validez del amor y la justicia radicada cuando
terminan el discrimen y las etiquetas que nos colocamos, unos contra otros.
En este montaje, que se presenta estos dos fines de
semana en Sala Ravelo, del Teatro
Nacional bajo la dirección de Bienvenido Miranda, se disfruta de un cuarteto de
interpretaciones que desde caracterizaciones distintas, dan la idea de los
buenos caminos del teatro actual.
Amarilis Rodríguez, (Señorita Beatrice Clark), hace
de esa madre opresiva y castradora, dominante, insidiosa y prejuiciada tanto
frente a la vejez como a la juventud. Se entrega a una interpretación fuerte
que edulcora con parlamentos en tonos de humor negro. El acento que imprime al
personaje habla de la capacidad de una carrera que aun no ha sido reconocida en
su país.
Kariña Ubiñas (Nanny) una
artista de extremado bajo perfil, inconsecuente con la calidad interpretativa
que es capaz de lograr haciendo una anciana que no pronuncia una sola palabra,
apelando a la gestualidad, al movimiento lento, a la viva expresión de su
rostro. Simplemente adorable. Es un talento que ha optado teatral por la
producción, por el trabajo que no se ve, pero que debería estar con más
frecuencia ante las candilejas. La dulzura y la ironía que deja expresar desde
sus silencios, es algo digno como para volver a verla una y otra vez.
Olga Valdez (Matilda, Tillie) conquista el corazón
del público por la sincera candidez de sus sentimientos, y que a fuerza
expresiva, se transforma en el mejor hijo conductual de toda la trama, portando
ese cariz de inocencia y esa óptica casi infantil que se transforma en guía de
buena convivencia.
Giamilka Román (Ruht), el suyo es uno de los
personajes de mayor dificultar para interpretar. Esa personalidad alocada, de
hablar precipitado, de gestos rápidos, de gritos e imprecaciones, para que
lleguen con la fuerza teatral necesaria,
sin deslucir la personalidad de su personaje y, consecuentemente, no ser aceptado
por la simplicidad ridícula de un papel perdido en sus orientaciones, es una
tarea interpretativa formidable.
Lo técnico
La escenografía
de Miranda, realizada por Carlos
Ortega, aprovecha es amigable y digna y retrata el ambiente de esa casita de
clase media baja norteamericana. Warde Brea logra un maquillaje adecuado y el
diseño de luces contribuye bastante con los contrastes que demanda el montaje.
Hace 40 años
Esta pieza debió haber sido parte del programa de
celebración de los 40 años del Teatro Nacional porque fue fue seleccionada para el programa de apertura
del Teatro Nacional, en el Festival de Apertura en 1973, entonces dirigida por Niní Germán, con las actuaciones
de la mexicana Carmen Montejo e Ilka Tanya Payán, quien vino desde Estados
Unidos, además de Áurea Juliao y Mayra Miller, quien ahora hace uno de los personajes
incidentales en video.
Es el montaje #
53 de Alta Escena, nos parece que es la compañía de mayor tiempo de existencia con un trabajo
continuado en el país.
Al teatro se viene a vivir otras vidas, a
experimentar acontecimientos que han cursado tan solo en la imaginación o la
cotidianidad de quien concibe el libreto, pero pocas veces un texto logra embrujar desde el inicio, como
lo hace Paúl Zinder, novelista y guionista norteamericano, Premio Pulitzer por
este texto de enorme valor emancipador y universal.
Se está en presencia de una
de las muestras mejores de la buena literatura norteamericana por lo que no
resulta casualidad que el Centro Franklin, de la Embajada de Estados Unidos,
haya dado seguimiento (ejemplo que debía servir para muchas otras delegaciones
diplomáticas) para apoyar su creación literaria por la vía viva y dramática de las tablas y las
candilejas, de los escenarios y las actuaciones que enternecen la vida o
desgarran el alma. Zinder fijó con
claridad que su público era la juventud, a la que llegó, mediante aventuras y
fantasías, para promover valores de igualdad y justicia.
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