Recuerdos de una dictadura ilustrada e inolvidable

Luis Martin y sus palabras
Luis Martín Gómez nos ha recordado un período de sangre y muerte que corría el riesgo de ser olvidado. Foto: joserafaelsosa.com
Quienes pertenecen a mi generación reconocerán fácilmente la situación que describe Luis Martín Gómez en sus palabras ante la puesta en circulación de su libro Memorias de la Sangre.
Puede que a los muchachos y muchachas de ahora les parezca extraña y distante la historia, pero les recomiendo tomarse unos minutos para que sepan qué fue aquello.
Yo no podré olvidarlo nunca.
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Palabras de Luis Martin Gómez...

Muy buenas noches. Estoy feliz con la presencia de todos ustedes, y tratándose del tema que aborda Memoria de la sangre, “quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad”, como dice Silvio Rodríguez en Pequeña Serenata Diurna.

Seré breve, como corresponde a un cuentista.


Una pausa luego del acto.
Armando Almánzar, José Alcántara, Paola Gómez y Luis Martín Gómez.
Primero, los agradecimientos: A Dios por aceptarme después de un largo viaje de exploración por la razón y el espíritu; a mi Familia: mi esposa Jacqueline, mis hijos Laura y Luis, por recibirme luego de otro tipo de viaje, más hormonal y confuso; a mi Madre, por la comprensión y el perdón; al Gobernador Héctor Valdez Albizu, por su ‘nihil obstat quominus imprimatur’ prudente y oportuno (la experiencia sirve más que la pasión, aunque es la pasión la que construye mundos); a mi Profesor José Alcántara Almánzar, por su valentía; a mi Amigo Armando Almánzar, por su solidaridad; a José Rafael Sosa, por su entusiasmo; al Maestro Guillo Pérez, por concederme la reproducción del retrato que simboliza perfectamente en portada la intención de mi libro; a Antonio Rosario, por su excelente diseño y diagramación; a Raschid Záiter, por su creativo logo de Mar de tinta; a Luis Manuel Ferreras, por la fotografía donde no he quedado tan mal, para vanidad de mi madre y un reguero de tías; y a Fidel Santana y Ruth Herrera, cuyos textos sobre Amín Abel Hasbún me inspiraron dos de los cuentos que integran el libro.
Libro
La portada del libro es del maestro Guillo Pérez.
Segundo y último, algunos párrafos necesarios: Mi papá- en paz descanse y Dios lo tenga en el área de fumadores- perdió la memoria y se libró de algunos recuerdos indeseables.
El alzaimer nos da esa dicha, aunque a costa de los momentos felices; pero nada se gana sin perder algo.


Con cada recuerdo que extraviaba, mi padre encontraba la serenidad. Al final, sus ojos eran un mar en calma.
A veces pienso que él, silencioso, tímido, contemplativo, planificó esa despedida discreta.
¡Feliz quien pueda marcharse sin conciencia del camino! Deseo, desde ya, irme como lo hizo mi padre. Mientras tanto, recuerdo…

Recuerdo un camión con soldados estadounidenses transitando frente a nuestra casa del ensanche Ozama mientras jugábamos a las cartas sentados a una mesita de metal con patas plegadizas. Recuerdo estar posando para una fotografía que me hizo el tío Leopoldo en el escalón de entrada de la casa de mi abuela Cecilia en San Pedro de Macorís, adonde la familia decidió huir “hasta que pasara el peligro”.


Recuerdo besar en la boca a mi prima Rosita (teníamos tres años de edad) cerca de la malla ciclónica de la Escuela Primaria Panamá desde donde ‘los americanos’, hediondos y sin camisa, nos tiraban fotos.

Recuerdo, en La Romana, donde vivimos un año por compromisos laborales de mi padre, haber acribillado a pedradas una foto de Balaguer en el patio de la casa de mi amigo Luis; ese fue mi primer pequeño acto heroico.
Recuerdo el sonido de las sirenas de los autos policiales pasando velozmente por la avenida Las Américas y el rumor de que habían atrapado a unos ‘cabezacalientes’ en una cueva.
Recuerdo a mi hermano Jordi tratando de interceptar las comunicaciones militares durante el desembarco de Caamaño con un walkie talkie negro que mi padre había comprado en Puerto Rico.
Recuerdo el rostro inerte de Caamaño en la portada del periódico Ultima Hora. Recuerdo el silencio de los vecinos cuando se asomaba una ‘pangola’, el temido auto de la policía balaguerista, sustituto del cepillo negro trujillista, y al que apodaron así porque estaba pintado con los mismos colores de la leche que tenía ese nombre.


Recuerdo que, acompañando a mi madre al centro de votación ubicado en la Escuela Santa Elena de la calle Presidente Vásquez, unos hombres que venían detrás debatían si la cintura de guitarra valenciana de mi madre se debía o no al milagro de una fajita ‘charmin’; ese día mi madre votó por Balaguer convencida del eslogan reformista bombardeado desde el aire por una avioneta de que “Joaquín Balaguer es la paz”, o quizás, persuadida por la voz sofocada, que parecía grabada durante la consumación del sexo, de doña Emma haciendo promesas fantásticas a nombre de su Cruzada del Amor.


Recuerdo la indignación de mi tía Carmen, balaguerista hasta que llegó Leonel, por el asesinato de Orlando Martínez: -No podrá con su conciencia, le dije; Es que ese Señor no la tiene, mi hijo, dijo. Recuerdo Siete Días con el Pueblo, a un Silvio flaquísimo entonando “Siempre que se hace una historia…”, y a todos los universitarios repitiendo esa parte de la Canción del elegido que dice “…y al fin bajó hacia la guerra…perdón, quise decir a la tierra”, creyendo que ya con eso estaban haciendo la revolución. Recuerdo a Ramón Leonardo huyendo de la policía por cantar Francisco Alberto.
Recuerdo la foto de Sagrario amordazada y con párpados hinchados y amoratados.
Recuerdo el olor de los gases lacrimógenos durante las protestas de los estudiantes del Liceo Fray Cipriano de Utrera y la algarabía de mis amigos Bolito y Santiago por el inicio de una lucha que nunca se dio.
Recuerdo los rumores de fraude electoral, de los multifamiliares ocupados por queridas de funcionarios y militares, de las obras contratadas grado a grado.
Recuerdo los comentarios sobre las viudas de los revolucionarios favorecidas con consulados u otros cargos rentables y discretos, y sobre los antiguos adversarios del caudillo buscando el perdón y un empleo.
Recuerdo la abyección de una iglesia entreguista que santificaba el oprobio el Día de la Altagracia.
Recuerdo las noticias sobre alguien que desfalcó CORDE y no le pasó nada, sobre alguien que usurpó tierras y tampoco le pasó nada.
Recuerdo que desde entonces se va la luz, no habrá telera en diciembre, y la construcción tiene más presupuesto que la educación.
Recuerdo que desde entonces celebramos como logros políticos el secretismo, el misterio y la hipocresía. Recuerdo tantas cosas...

Pero no confíen en mi memoria, queridos amigos y amigas. Mi memoria no es neurofisiológica sino literaria.
Suelo mezclar recuerdos reales e imaginarios, y de esa alquimia de hechos y sueños, ha nacido Memoria de la sangre, 11 cuentos con los que simplemente ajusto cuentas personales –que no históricas- con el oprobioso pasado reciente.
Estoy muy consciente de que estos textos no servirán para cambiar absolutamente nada A estas alturas del juego, fracasadas las ideas en las que creía, me repliego a librar una batalla interna por la preservación de mis principios. Sé que no es mucho, lo lamento. Me queda, no obstante, la íntima rebeldía de recordar.
Porque lo peor no es el envilecimiento que subyace sino el olvido. Lo peor no es el tráfico de influencias y las comisiones ilegales que aún moran en lo público y lo privado sino la indiferencia ante esos males.
Lo peor no es la corrupción ni el clientelismo que perduran sino la omisión deliberada de esas lacras o su justificación.
Lo peor, señores, no es –como sucedió a mi padre por razones biológicas y deseo para mí- perder la memoria; lo peor, lo realmente peor es tener memoria y no querer recordar.

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