Miguel de Mena es un profeta muchas veces ignorado en su tierra. Amante de
la ciudad y sus recodos, editor de otros desde
un cielonaranja, cultor de culturas, amante de libros, incansable en su
avanzar, vuelve a las andanzas ahora con la Fiesta del Libro de su proyecto Cielonaranja.
Ha
escrito una motivación que detalla porque de esa fiesta y en la que nos dibuja,
de paso hacia donde se ha movido el quehacer comunicacional de la gente,
marginando el libro y sus esencias.
Tiene
tantos proyectos de entre los cuales, la difusión del libro dominicano, desde
sus clásicos hasta los valores iniciáticos, forman parte de la esfera de acción
del Cielonaranja que ha creado.
Porque
nos parece hermosa la introducción, la presentamos aquí para ustedes:
“Las palabras que salvan quedaron inscritas en algún
lugar de la memoria. Eran frases heroicas, como todas las de Martí, o más
pausadas, como aquella de Baudelaire, “Y se traga el mundo de un bosteza
infinito”, y aún casi elegíacas, como aquellas de los amantes que traían
puñales en las elegías duinesas.
Me ha pasado en librerías de
viejo en Ciudad México y en Madrid: ediciones que alguna vez tuve, que atesoré
como un vikingo en su barco, y que de repente se me esfumaron en alguna
mudanza, préstamo, aguacero, hurto.
Ahora que nos damos cuenta que
los libros se van de viaje, que la cotidianidad está encadenada a la
instantaneidad de whats app y Facebook, que salvarse de un tic requerirá tal
vez una decisión vital, vuelvo a lo más seguro: a Rabelais, a Quevedo, a
muchísimas cosas de León Felipe, a casi todo Walt Whitman. Puedo sentir la
melodía de Kafka y Rilke en sus originales, pensar que me faltarían muchos años
para llegar a la raíz de María Zambrano, oír a Ginsberg leyendo “Howl” o
“America”, pero al final tendré que volver a las solapas de la vieja Editorial
Losada y la dulce precariedad de Letras Cubanas.
Somos testigos de librerías
que desaparecen. Los anticuarios serán como recintos para dinosaurios. Los
bouquinistas seguirán con sus afanes de violinistas chagallianos.
Desde hace ya tres años, desde
que cumplieran mis apetencias de todo Edgar Lee Master y todo Cervantes y un
par de otros todos, tengo la sensación de que hay que marcharse.
A más días, más promesas, más
excusas, más afanes, más quejar. Tantos “mases” dan la sensación de vértigo.
¿Para qué?, me pregunto.
Demasiadas las personas que
conoces, excesivos los ámbitos y los rostros, precarias las palabras, como
autobuses subiendo pendientes congeladas. Si a eso le agregas el vivir cruzando
océanos y la obsesión de que todo llegue, el cansancio será lo más evidente.
Y pensar en el mundillo.
Pensar en esos estragos cotidianos que hemos naturalizado, como si ya
naciéramos chupados, exprimidos, cuidando paredes y vehículos, pagando
puntualmente lomas de facturas, agobiados por la grasa, los riñones, el
reconocimiento que alguna vez tendrá que llegar, ¡que tendrá que llegar!
Al final uno tiene que
explicarse con la misma seriedad con la que el loro se podría disponer en una
sala de operaciones.
Pero siempre hay un libro al
fondo. Hay un libro que te permite tratar de renunciar a rostros, a ámbitos, a
momentos consabidos. Es el poema que salva, el cuento que te acompaña. De ahí
la fiesta de las palabras, la algarabía posible en alguna esquina, los encantos
de las eventualidades, la frescura o el laberinto del azar, que eso no se sabe.
Por eso la Fiesta del Libro Cielonaranja.
Tengo ya más de dos meses en
Santo Domingo. Pienso que no he sacado la cabeza lo suficiente. Me he sentido
bien así, haciendo lo que me gusta, y a veces, hasta sacando el pescuezo para
que me lo retuerzan un chin, no por vocación sadomasoquista, sino porque hay
que complacer al público, hay que darle a cada quien la atención que se merece,
etc.
Quisiera poder explicarme pero
no puedo. No hay nada que explicar. Nada que decir. Recuerdo a Sylvia Plath en
aquel poema donde ella sólo quería estar tendida en el suelo, con las manos en
alto. Recuerdo a René del Risco hablando sobre las dificultades de salir,
porque quién sabe si aparece algún trompetista asesino. No sé si es por eso o
por otras cosas que no he salido lo suficiente. He disfrutado las plantas de la
Gabi como nunca, el corre-corre en el colmado de la esquina, las botellas de
Soda Enriquillo como el agua que redime después del lócrio.
En realidad cada vez sé menos
cosa. Estoy en el sendero del cada-vez-saber-menos. De verdad que tienen sus
encantos los ambientes por donde me estoy deslizando, los de nada, los de dos o
tres seres queridos
Veo ángeles y arcángeles y
muchísimos otros artefactos.
Ojalá y pudieran estar ustedes
en esta azotea. Algunos de ustedes han estado.
Tal vez nos podamos tomar
algún té Chai antes de irme.
Quién sabe”.
0 Comentarios