Cualquiera se imagina
que era ésta la invitación a un concierto con una mega estrella del rock glam y
el piano rock. Nada que ver.
Podría pensarse que en el concierto se disfrutaría en persona de una
estrella tan solo conocidas por la televisión, sus discos y los temas hechos
para películas de gran impacto, comenzando con la que le hizo recibir su primer
Oscar a la Mejor Canción: El Rey León. Pero no. Aquello ni fue un concierto a
punta del valor de una música regia consistente, ni la expresión del estrellato
conquistado. Se trata de constatar el valor de la autenticidad artística. Eso y
nada más fue lo trascendente. Hablamos de Elton John.
Y además que allí, en las piedras del Anfiteatro más exquisito de todos,
se disfrutaría cantando y bailando esos éxitos. No importa que apuntara un
ligero resfriado, ni que algo le molestara saliendo de su nariz, a lo que no
hizo caso nunca, y a lo que nadie puso la menor atención. Era un cita con el arte esencial de un hombre
que logro definir su destino desde cuando a sus siete años, era el animador de
fiestas escolares con un piano casi de juguete.
Desde el momento mismo en que aparecieron las
primeras vallas con la imagen de Elton John promoviendo el concierto, “Greatest
Hits”, hace cuatro meses, quienes lo viven y sienten,
acudieron al servicio de boletas.
Era la primera vez que tendrían la oportunidad de disfrutar
a la figura, que según la The Billboard Hot 100 Top All-Time Artists”, es número uno como el
solista más exitoso de todos los tiempos, el número tres del rock a nivel planetario y uno de los diez que más
discos ha vendido en el mercado norteamericano. Y quien sabe, si sería la única por lo complicado de las
agendas artísticas y el carácter finito de la existencia humana. Todos los números
de venta y los listados éxitos, pueden no ser más que los indicadores de una
figura que desborda el mercadeo de si mismo.
La experiencia en Altos Chavón debe medirse por mucho más que el
repertorio de 28 piezas interpretadas por aquella banda exquisita de tan solo
cinco seres humanos, cada uno con la
entrega, la pasión y la experiencia en
sus instrumentos.
No tiene ahora trascendencia que acudiera “la creme de la creme” con Sammy Sosa y el nuevo embajador
norteamericano (también casado con un nombre) en las primeras filas del VIP,
con un orden y parsimonia sostenidos
hasta un punto, y que se rompió en las siete ultimas interpretaciones cuando se
levantaron como la gleba populachera para militar en bailes y fotos al británico
cantautor, desborde inusual que el intérprete alentaba con una sonrisa cómplice.
Elton John es, sobre todo, una sensibilidad única. Un ser entregado a su
arte como razón de vida. Es una entidad en que confluyen su capacidad de crear
temas y letras, su estilo, la limpia e inolvidable voz con que el cielo le ha
premiado y, sobre todo, su actitud auténtica de vida.
Le suman otros factores a su favor: su carisma que trasciende los lenguajes.
Disfruta el saberse disfrutado. Su gestualidad es expresiva, firme y sorprendente.
Lo que cosecha hoy es el fruto de una constancia de su propio ser.
Puede sentirse aclamado, bailado y cantado, pero es claro que su arte se
sostiene en afinada maquinaria casi matemática que le pone a punto todo cuanto
necesita: desde el agua helada, la disposición de lo necesario para poder
escupir, el cambio rápido de guitarra para el líder de cuerdas, realizado con
una rapidez y una profesionalidad que tiene su mérito principal en que casi
nadie se daba cuenta.
John supo cantar desde lo más suave de sus baladas pop, marcadas con el éxito
que fueron en su momento, hasta finalizar con una descarga de rock intenso, con
temas igualmente reconocibles.
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